Soy Josefina y vivo en el centro de San José, esa capital que parece pertenecerle a todos y, al mismo tiempo, a nadie. Desde hace unos años observo, con tristeza, cómo su corazón urbano se desangra. Sectores cercanos al mercado Borbón —entre calles 1.ª y 20, y avenidas 1.ª y 9.ª, la que pasa frente al Museo de los Niños— conforman un área absolutamente abandonada. En cualquier otra ciudad sería considerada prime real estate. Aquí, en cambio, ha sido tomada por hoteles de horas, cuarterías, edificios levantados a la carrera en metal, bodegas de basura importada, estaciones de bus, casas de empeño y seres humanos en situación de calle, indigentes y drogadictos.

Todos ellos sobreviven como cazadores-recolectores modernos. Caminan las calles buscando qué atrapar, qué recoger, qué reciclar para poder pagarse una dormida, un baño, algo de comida o droga.

En el centro de acopio más cercano a mi casa coincidimos en la fila: yo por conciencia, ellos por necesidad. Nos separa un abismo, pero compartimos el mismo barrio, en una ciudad llena de grietas.

En las inmediaciones del Hospital de Niños conviven familias venezolanas con personas en situación de calle que han hecho del barrio su hogar. Todos se parecen: flacos, muy quemados por el sol, con el pelo ensortijado por la falta de agua. No se distinguen unos de otros, aunque algunos sean locales y otros extranjeros que apenas balbucean español.

Esta mañana llamé al 9-1-1. Una mujer drogadicta estaba en pleno episodio psicótico. Llegó la Fuerza Pública, no una ambulancia. Tres patrullas, seis policías armados, impotentes frente a la necesidad evidente de psiquiatría.

La mujer, semidesnuda, flaquísima pero con las piernas hinchadas y edéntula, dejó de gritar y apagó el fuego que había encendido apenas vio llegar a la policía. Ella sabía lo que tenía que hacer para evitar problemas. Ellos sabían que no se la llevarían a ningún lado.

Volvimos, así, al estado de “equilibrio” en que llevan años sobreviviendo las mismas personas en las mismas circunstancias. Nada cambia. Todo sigue igual. Reflejo fiel del trabajo de la Municipalidad de San José.

Las personas indigentes, en situación de calle y drogadictas son parte del paisaje. Ya no se les ve ni como personas con identidad propia ni como seres humanos.

En un negocio del barrio instalaron un sistema de agua que moja la acera para que no osen acostarse ahí. En el mercado, algunos comerciantes les dan frutas y verduras para que revendan; otros los ponen a trabajar a cambio de una limosna. Pero nadie se engaña: si no se van de la zona es porque quienes les venden droga también son del barrio. La codependencia está arraigada.

Los expendios de droga conviven con las pacas de productos importados falsos, la trata de personas y la dejadez del Estado costarricense. Y como en todo problema estructural, mi llamada al 9-1-1 solo puso en evidencia la inadecuada atención que recibe una mujer en estado psicótico en este país.

Esto no es solo “su problema”. Es el problema de todos. No basta con cambiarse de barrio para no ver la miseria humana. San José se nos cae a pedazos y, con ella, la ilusión de que seguimos siendo una capital digna.

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