La pregunta puede parecer sencilla, pero es el punto de partida para una discusión necesaria, sobre la forma en que se toman decisiones tecnológicas en el sector público. Aunque las normas archivísticas y los lineamientos del Sistema Nacional de Archivos de Costa Rica establecen una base común para organizar la documentación institucional, lo cierto es que cada institución tiene realidades completamente distintas. Las compras públicas en este campo no deberían guiarse únicamente por la norma, sino también por las condiciones internas de cada organización.
Desde hace años, se ha promovido una lógica de estandarización que, si bien busca facilitar la interoperabilidad y garantizar el cumplimiento normativo, termina generando rigidez. No es lo mismo gestionar documentos en un ministerio, en banco o en una municipalidad, en estas median aspectos como el tipo de personal, las limitaciones técnicas y el proceso organizacional. A pesar de estas diferencias, muchas instituciones adquieren sistemas documentales similares o idénticos, sin un análisis real de sus necesidades o capacidades.
Pensemos, por ejemplo, en una municipalidad de tamaño medio. Tiene un archivo físico colapsado, escaso personal capacitado en gestión documental y una cultura organizacional que aún no ha asimilado el valor de la gestión documental como una herramienta de transparencia o eficiencia. Ante este escenario, la adquisición de un costoso software documental, con funcionalidades avanzadas, puede parecer una solución lógica. Sin embargo, si no hay una estrategia institucional, capacitación y liderazgo en su implementación, ese sistema terminará siendo subutilizado o incluso ignorado por las personas funcionarias.
Del otro lado, tenemos instituciones del Estado con mayor trayectoria, como algunos ministerios o algunas universidades públicas, que han logrado consolidar prácticas archivísticas, con equipos profesionales y procedimientos estandarizados a nivel organizacional. En estos casos, el uso de plataformas sofisticadas sí responde a una necesidad real y se traduce en eficiencia y rendición de cuentas. Pero trasladar ese mismo modelo a instituciones con menos madurez documental resulta forzado e ineficaz.
Aquí es donde la discusión debe girar hacia el valor público. Las compras públicas, especialmente en el ámbito tecnológico, no pueden medirse sólo en términos de cumplimiento formal. Deben evaluarse según el valor que generan para la ciudadanía. Un sistema documental que no se adapta a la organización, que no es comprendido por las personas funcionarias o que no mejora el acceso a la información, no está cumpliendo con su propósito, aunque cumpla con la ley.
Además, estas decisiones tienen un alto costo económico. La inversión en sistemas de gestión documental suele incluir licencias, servidores, soporte técnico y capacitación. Si el sistema no se utiliza adecuadamente, esa inversión se convierte en un gasto innecesario. En lugar de fortalecer la transparencia y la eficiencia, se alimenta la frustración institucional y se debilita la confianza ciudadana en el buen uso de los recursos públicos.
Entonces, ¿cuáles son los retos que son necesarios establecer? La respuesta no está en abandonar la normativa, sino en fortalecer el análisis previo a la compra, o sea, encaminarnos en una compra estratégica. Antes de adquirir un sistema documental, cada institución debería realizar una evaluación integral de sus capacidades técnicas, organizativas y humanas. Esto incluye revisar si existe personal con conocimientos archivísticos, si los procesos están debidamente documentados, si hay liderazgo comprometido con el cambio tecnológico, y si existe cultura organizacional para asumir el reto.
También se requiere como reto, repensar el rol de los proveedores. Muchas veces, las empresas que ofrecen sistemas de gestión documental venden una “solución completa”, sin considerar la realidad institucional del cliente. Urge que el Estado exija un acompañamiento técnico real, que incluya diagnósticos, asesoría personalizada y adaptabilidad del sistema a los procesos internos. De lo contrario, se sigue promoviendo una lógica de “copiar y pegar” que no genera resultados sostenibles.
Otro desafío clave es el seguimiento posterior a la compra. No basta con implementar el sistema; hay que medir su impacto. ¿Ha mejorado la trazabilidad de los documentos? ¿Se ha reducido el tiempo de respuesta a solicitudes ciudadanas? ¿Se han fortalecido los procesos de rendición de cuentas? Estas preguntas y otras, deben formar parte del diagnóstico institucional. Un sistema documental exitoso no es el que se instala, sino el que transforma la gestión organizacional y mejora el servicio a las personas ciudadanas.
Desde una perspectiva de política pública, también es necesario que la Dirección General del Archivo Nacional y las proveedurías internas promuevan criterios diferenciados para la adquisición de este tipo de sistemas. No se trata de romper la homogeneidad normativa, sino de adaptarla con inteligencia. Se puede mantener un marco común sin imponer una única solución para todas las instituciones.
La estandarización tiene su valor, pero no puede ser un dogma. En países como Costa Rica, donde los niveles de madurez institucional varían tanto entre instituciones, aplicar un mismo modelo a todos los entes públicos, puede generar más problemas que soluciones. Una buena práctica sería desarrollar “lineamientos institucionales” que orienten las compras tecnológicas según el tipo de institución, su tamaño, recursos y nivel de desarrollo documental.
Acá debe privar el conocimiento profesional de los archivistas, quienes son las personas idóneas para plantear respuesta a estas y muchas cuestionantes que en el camino se vayan gestionando. Es imperativo pensar que un sistema por sí solo, es la respuesta a un proceso de digitalización de una organización, cuando tal siquiera, existen instrumentos técnicos, cultura organizacional y un conocimiento previo de la gestión documental.
Por último, no hay que perder de vista que detrás de cada sistema de gestión documental, hay una promesa de modernización de cara a las personas ciudadanas. Esa promesa debe estar alineada con la idea de valor público: servir mejor, con mayor eficiencia, transparencia y compromiso. Si el sistema no cumple con esos principios, entonces no solo se ha perdido una oportunidad de mejora, sino también se ha faltado a la ciudadanía.
En conclusión, no se trata de rechazar la tecnología ni de evadir la responsabilidad de modernizar el Estado, sobre todo en estos momentos donde la tecnología se vuelve un aliado. Se trata, más bien, de hacerlo con criterio, con inteligencia institucional y con una visión estratégica que ponga a las personas en el centro. No todas las instituciones son iguales, y por lo tanto, no todas necesitan el mismo sistema. Comprender esa diversidad es el primer paso para tomar decisiones más responsables, más económicas y más efectivas.
Costa Rica no necesita más compras públicas sin valor, sin rumbo, sin una visión estratégica. Necesita instituciones que compren con sentido, que planifiquen con realismo y que gestionen con ética. Solo así construiremos un Estado más moderno, pero también más útil para todas las personas.
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