Si partículas radiactivas de larga vida entraran hoy al Golfo Pérsico, podrían reaparecer en nuestros mariscos, en el agua potable o en las economías costeras durante décadas. Y, sin embargo, los líderes mundiales siguen tratando la seguridad nuclear y los ecosistemas marinos como asuntos separados, cuando en realidad están peligrosamente interconectados.

Hace más de una década, cursaba mi doctorado en ciencias ambientales, con especialización en pesca marina y acuicultura en Busan, Corea del Sur, cuando un terremoto y tsunami devastaron Japón y desencadenaron el desastre nuclear de Fukushima. Trabajaba estrechamente con comunidades costeras en la reconstrucción de sus pesquerías, la implementación de prácticas sostenibles y la protección de sus medios de vida. De un día para otro, todo quedó sumido en la incertidumbre.

Los países se apresuraron a prohibir las importaciones de productos agrícolas y marinos japoneses, pero el océano no se detiene en las fronteras nacionales. Las aguas contaminadas circularon más allá de Japón, amenazando especies compartidas como la caballa (Scomber japonicus, Scomber australasicus) y el cangrejo azul (Portunus trituberculatus, Portunus pelagicus), fundamentales para las economías y dietas regionales. El océano, a diferencia de las naciones, no tiene controles migratorios.

Otra preocupación creciente era la acuicultura—especialmente el cultivo de ostras en aguas costeras— y el riesgo de que la contaminación se propagara mucho más allá de Japón y Corea, alcanzando países importadores como Estados Unidos. La Administración de Alimentos y Medicamentos de EE. UU. (FDA por sus siglas en inglés), después de todo, es conocida por inspeccionar solo una pequeña fracción de los mariscos importados. En el contexto de los tratados de libre comercio, ese nivel de supervisión resulta peligrosamente insuficiente cuando está en juego la exposición a material radiactivo.

Hoy, esa lección vuelve a ser ignorada, esta vez en el Golfo Pérsico.

Tras los recientes bombardeos en Irán contra instalaciones vinculadas a su programa nuclear, científicos han advertido sobre el riesgo de contaminación radiactiva, incluso si los sitios afectados se encuentran tierra adentro. Esta preocupación no es especulativa: los ríos y acuíferos pueden transportar material radiactivo hasta desembocar en el Golfo. En entornos marinos, radionúclidos como el cesio-137 y el estroncio-90 se dispersan ampliamente y pueden permanecer activos durante décadas. Se acumulan en los sedimentos, ingresan en las cadenas alimentarias y alteran silenciosamente los ecosistemas.

Las consecuencias podrían ser devastadoras.

Especies como el camarón, el pargo o el mero —exportadas desde el sur de Irán hacia Asia y Medio Oriente— podrían ser rechazadas por los mercados internacionales incluso ante trazas mínimas de contaminación. El impacto económico sería inmediato para comunidades ya afectadas por el cambio climático, la sobrepesca y la inestabilidad política.

Pero el impacto no termina allí. El Golfo Pérsico es una fuente vital de agua potable para países como Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Baréin, Catar y partes de Arabia Saudita, todos ellos altamente dependientes de plantas de desalinización. Estas instalaciones no están diseñadas para eliminar partículas radiactivas. Un aumento en la contaminación podría forzar cierres temporales o requerir costosas actualizaciones, poniendo en riesgo la salud pública y la seguridad alimentaria.

También está el daño ecológico: arrecifes de coral, pastos marinos y zonas de cría de peces, ya amenazados por el calentamiento del agua y la urbanización costera, podrían sufrir daños irreversibles. La radiación afecta la reproducción, el crecimiento y la supervivencia de múltiples especies. Lo que perjudica a una parte del ecosistema se propaga por toda la red alimentaria.

Después de Fukushima, trabajé directamente con comunidades pesqueras para adaptarnos. Construimos sistemas de monitoreo, rastreamos las corrientes oceánicas y ajustamos las zonas de captura. Pero aquello fue un esfuerzo nacional en una región relativamente contenida. El caso del Golfo Pérsico representa un escenario mucho más complejo, que requiere coordinación multilateral, intercambio de información en tiempo real y transparencia científica entre países.

Hoy contamos con mejores herramientas. Tecnologías de monitoreo en tiempo real —como boyas inteligentes (IoT), imágenes satelitales y modelos impulsados por inteligencia artificial— que pueden detectar, predecir y responder ante amenazas marinas. Estas innovaciones no son ciencia ficción; ya existen y están operativas. Pero no se han desplegado a gran escala ni se han integrado a nivel transfronterizo.

Si hablamos en serio sobre la protección del océano y la mitigación del riesgo nuclear, debemos construir redes de monitoreo marino interoperables en toda la región del Golfo. Esto implica invertir en infraestructura equipada con sensores, plataformas de datos satelitales y protocolos compartidos para respuestas de emergencia. También significa sentar en una misma mesa a científicos, responsables de políticas y comunidades costeras antes, no después de una crisis.

Y, sobre todo, significa reconocer que la gobernanza oceánica es también un asunto de seguridad global. El Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con su enfoque legítimo en la seguridad nuclear, debe coordinarse con organismos ambientales y bloques regionales para incluir el monitoreo marino en sus evaluaciones de riesgo. Las estrategias científicas oceánicas deben contemplar planes de contingencia para incidentes nucleares—no solo fallos en reactores, sino también consecuencias ambientales derivadas de conflictos armados.

Porque el océano tiene memoria. Lo que se vierte hoy en sus aguas regresará mañana, en nuestros platos, en nuestra agua potable y en la estabilidad de las naciones costeras.

Costa Rica, a pesar de su tamaño, se ha destacado a nivel global por su liderazgo en conservación marina y diplomacia oceánica. Fue el segundo país en el mundo en firmar el Tratado de Alta Mar (BBNJ) en 2023, enviando una señal clara a favor de la protección de la biodiversidad marina fuera de las jurisdicciones nacionales. Más recientemente, coorganizó la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Océano (UNOC3) junto con Francia, celebrada en Niza, en junio de 2025, reuniendo a más de 15,000 participantes, incluyendo jefes de Estado, científicos y sociedad civil, para acelerar la acción oceánica. Durante la conferencia, Costa Rica impulsó una moratoria sobre la minería en aguas profundas, obtuvo nuevos compromisos de financiamiento azul para ampliar áreas marinas protegidas y presentó innovaciones científicas como los sistemas de monitoreo marino en tiempo real para el Área Marina Protegida de la Isla del Coco. Además, el país superó la meta global 30x30, protegiendo ya más del 30% de su territorio marino. Estas acciones reafirman el papel de Costa Rica como un líder comprometido con la gobernanza oceánica sostenible, basada en la ciencia y los principios. Este liderazgo es particularmente importante cuando existen amenazas que, por su escala y naturaleza, trascienden fronteras y acuerdos.

Porque el océano no entiende de diplomacia ni de conveniencias. Una catástrofe nuclear, aunque ocurra al otro lado del mundo, tarde o temprano alcanzará las costas costarricenses—afectando nuestras pesquerías, nuestro comercio y a nuestra gente. Y el silencio, especialmente en países pequeños que defienden el multilateralismo y la justicia ambiental, ya no puede considerarse una postura neutral.

En todos estos casos, debemos preguntarnos: ¿A quién beneficia nuestro silencio y quién carga con sus consecuencias?

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