En los últimos días, Costa Rica fue testigo de un episodio que ha generado profunda preocupación, una niña se acercó al presidente durante una actividad pública en Guanacaste y su reacción fue pronunciar una frase que, lejos de parecer simpática, resultó perturbadora: “Regálemela y se la devuelvo cuando se gradúe de la universidad”. Más allá del contexto informal, estas palabras no pueden desligarse del lugar desde el que se dijeron: el máximo poder político del país.
Este tipo de expresiones no son inofensivas. Reflejan una manera de ejercer la autoridad que minimiza los límites y las protecciones que deben rodear a una niña. El lenguaje no solo comunica, también educa, modela comportamientos y transmite jerarquías. Y cuando ese lenguaje proviene del presidente de la República, el impacto es mayor, profundo, más significativo y duradero.
No se trata de una exageración ni de una cacería política. Se trata de comprender que vivimos en una sociedad que ha luchado por décadas para erradicar formas directas e indirectas de abuso, control y cosificación hacia la niñez. Este episodio pone de relieve cuán frágiles pueden ser esas conquistas cuando se relativiza lo que se dice, cómo se dice y a quién se le dice.
Como diputada de la República, como madre, como mujer y como costarricense comprometida con la defensa de la infancia, no puedo mirar hacia otro lado. Tampoco puedo permitir que se minimice un acto que, aunque aparentemente anecdótico, reproduce patrones culturales que hemos tratado de superar, el adultocentrismo, la invisibilización de los derechos de las personas menores de edad.
Costa Rica ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y ha construido instituciones como el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) para garantizar la protección integral de la niñez. Nuestra legislación reconoce a las personas menores de edad como sujetos de derechos, no como objetos de discurso y mucho menos de recursos simbólicos al servicio de una narrativa política.
La niñez tiene el derecho a ser tratados con respeto, a vivir sin miedo, a crecer en un entorno que los valore y que los cuide. Cuando desde las más altas esferas del poder se cruzan los límites de este respeto, no podemos quedarnos callados. Callar es consentir y relativizar, es retroceder.
El daño simbólico que provocan estas frases no siempre se ve de inmediato, pero sí se siente, en la incomodidad de la niña, en el silencio de quienes presenciaron el hecho, en la risa nerviosa que acompaña lo indebido. Este no es un tema de susceptibilidades individuales, sino de responsabilidad institucional.
Desde la Asamblea Legislativa, he impulsado activamente la agenda de protección a la niñez. No solo con declaraciones, sino con acciones concretas. Uno de los proyectos que presenté es hoy ley de la República, Ley N.º 10476, que refuerza los mecanismos de protección contra la violencia y el abuso infantil. Esta normativa es testimonio de un compromiso real, sostenido y valiente con quienes más nos necesitan: nuestras niñas y niños.
Como legisladora, seguiré promoviendo espacios seguros para la niñez, tanto en lo legal como en lo cultural. Necesitamos una política pública que no solo proteja a los niños y niñas en los papeles, sino que también exija comportamientos ejemplares por parte de quienes ocupan posiciones de poder. Necesitamos adultos que comprendan que el cariño nunca debe confundirse con el dominio, ni la cercanía con la intromisión.
Este episodio debe servir como un punto de inflexión. No podemos permitir que el lenguaje simbólico del poder siga marcando límites tan difusos. Que quede claro: cuando se vulnera a la niñez, no solo se afecta a una persona. Se afecta la fibra más delicada de nuestra democracia, se vulnera al país entero.
Por eso, hoy alzo la voz, no contra una persona, sino a favor de todas las niñas y niños que necesitan saber que en Costa Rica el poder está para proteger, no para “incomodar”. Que el afecto se demuestra con cuidado, y que el respeto nunca es negociable.
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