“Los jóvenes no quieren participar”, dicen. “No les interesa la política”, repiten. Porque sí, hay desinterés, pero no porque hayamos dejado de preocuparnos por el país, sino porque el quehacer político dejó de representarnos hace tiempo.

La desconfianza no nace de la pereza, sino de la memoria. Proviene de ver cómo las mismas estructuras que predican democracia no hacen el mínimo esfuerzo por abrirle la puerta a las voces de las juventudes, diversas e incómodas. ¿Cómo vamos a confiar en un sistema político que se muestra cerrado, rígido y ajeno a la realidad nacional?

La democracia no se construye únicamente en las urnas cada cuatro años. Su solidez depende de la existencia de canales legítimos, accesibles y activos donde las personas puedan expresarse, organizarse y ser escuchadas. Bajo esta lógica, los partidos políticos tienen un rol esencial: ser espacios abiertos al debate, a la renovación y a la diversidad. Pierden su razón de ser cuando se convierten en meras maquinarias electorales diseñadas para servir a los mismos de siempre. Recobran su valor cuando se abren a la ciudadanía, cuando permiten que nuevas voces, miradas y agendas ganen terreno. Solo entonces son verdaderas herramientas de transformación, y no guardianes del statu quo.

Los sistemas democráticos ya no mueren de forma abrupta. Colapsan lentamente, desde sus cimientos: en las urnas, en la erosión de sus normas y en el debilitamiento progresivo de sus instituciones. Pero cuidado: sería un error —y hasta una irresponsabilidad— concluir que las personas se han desligado de la política por desinterés. Lo que existe, en realidad, es una profunda frustración frente a los cambios que se diluyen en el tiempo. Lo que cala hondo no es la democracia como principio, sino una democracia que no da respuestas.

Hoy más que nunca, necesitamos reconstruir la confianza en la política. Pero eso no se logra con discursos ni promesas vacías. Se logra demostrando que la política es capaz de mejorar vidas: generando empleo digno, fortaleciendo la salud pública y la seguridad social, protegiendo a las mujeres, garantizando oportunidades reales para nuestra niñez y juventud, y asegurando condiciones de bienestar para las personas adultas mayores y con discapacidad. Una democracia que sirve es aquella que escucha y resuelve. Lo que está fracturado no es la democracia, sino la representación. Esa sensación de que quienes están ahí no nos ven, no nos escuchan y no hablan por nosotras y nosotros.

Mientras tanto, en las esquinas del país florecen colectivos, movimientos sociales y nuevos liderazgos jóvenes que, desde la base, empujan causas reales: acceso a la educación, oportunidades laborales, justicia ambiental y climática, seguridad ciudadana y cultura. Todo esto ocurre en contraste con una realidad que no se puede obviar: en las elecciones de 2022, el gran ganador fue el abstencionismo, con más del 40 % del padrón electoral. Es decir, casi la mitad de la población no votó, lo que refuerza la tesis de que la crisis de partidos y de representación está más latente que nunca.

Y nosotras, las mujeres, ¿cómo sentirnos parte de un sistema político que aún hoy tiene dificultades para respetar algo tan básico como nuestra dignidad? Las mujeres, especialmente quienes representamos a las nuevas generaciones, no solo enfrentamos brechas salariales: cargamos también con un machismo y una violencia sistemática que reacciona con agresiva alergia cada vez que nos organizamos y alzamos nuestras voces.

No es que no queramos democracia; lo que queremos es una que funcione. Una que escuche, que nos incluya, que no limite nuestro pensamiento ni lo castre. Queremos dejar atrás ese club exclusivo donde unos pocos se reservan el derecho de admisión, y construir en su lugar una comunidad viva y abierta. Merecemos una democracia que escuche con empatía, que ame con convicción, que incomode cuando sea necesario y se atreva a cambiar.

A las puertas de un nuevo año electoral, nos encontramos ante una coyuntura crítica, marcada por el avance de la antipolítica como mecanismo para deslegitimar nuestra identidad y bienestar, a través de la desconfianza, el hartazgo ciudadano y el auge de nuevos y peligrosos populismos. No obstante, es precisamente en estos momentos de erosión del pacto social cuando surgen nuevos liderazgos, nuevas formas de colectividad y nuevas formas de hacer sociedad.

Es aquí donde tenemos una oportunidad. En 2026 no se juega solo una elección: se define el tipo de país que queremos reconstruir. Desde los barrios, las aulas, las redes, los movimientos y cada espacio donde alguien decide involucrarse. Porque sí, se puede hacer la diferencia. Porque, aun en la incomodidad y en la crítica, hay amor por lo común.

Es solo mediante la memoria histórica y el eco de las luchas pasadas que somos capaces de comprender que no solo es urgente rescatar nuestra democracia, sino también construir una cada vez mejor: libre, justa y profundamente nuestra.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.