Costa Rica ha sido históricamente reconocida como una de las democracias más sólidas y estables de América Latina. De hecho, según el Índice de Democracia 2024, publicado por The Economist Intelligence Unit, el país se posiciona en el puesto 18 a nivel mundial, dentro del selecto grupo de democracias plenas. Esta valoración refleja décadas de compromiso institucional, respeto al Estado de derecho y una activa participación ciudadana.

No obstante, en los últimos años, distintas voces han comenzado a expresar preocupación por la evolución del liderazgo político nacional, particularmente durante la administración del presidente Rodrigo Chaves. Su discurso ante la Asamblea Legislativa, el 5 de mayo de 2025, reactivó una discusión que ha ido cobrando fuerza en la opinión pública: ¿nos encontramos frente a un caso de anti-liderazgo político?

Aunque el término "anti-liderazgo" no siempre se utiliza de forma explícita, ha sido objeto de estudio por múltiples pensadores contemporáneos. En términos generales, se refiere a una forma de liderazgo que, en lugar de fortalecer los pilares democráticos, tiende a desgastarlos desde adentro. Estos líderes suelen llegar al poder mediante procesos legítimos, pero una vez electos, adoptan discursos y prácticas que erosionan la institucionalidad, socavan la pluralidad y distorsionan las normas informales que sostienen una convivencia democrática sana.

El presidente Chaves ha reiterado un estilo comunicativo directo, confrontativo y altamente personalista. Frases como “hablar sin filtros” y su rechazo explícito a las supuestas “élites corruptas” configuran una narrativa que, aunque empática con sectores desencantados con la política tradicional, también ha sido interpretada como un factor de polarización y desconfianza institucional. Esta retórica emocional y deslegitimadora encuentra paralelismos con lo expuesto por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, donde alertan sobre líderes que, escudados en su legitimidad electoral, presentan a sus críticos como enemigos del pueblo y debilitan gradualmente los pesos y contrapesos del sistema republicano.

Esta preocupación no es nueva. Max Weber ya advertía sobre los peligros del carisma político cuando no se somete a límites legales racionales. Antonio Gramsci, por su parte, explicó cómo ciertos liderazgos hegemónicos manipulan la cultura política para excluir el disenso. Hannah Arendt señaló que el uso del miedo y la propaganda son mecanismos habituales en regímenes que buscan suprimir el pluralismo. Pierre Rosanvallon añadió que el desencanto ciudadano con los líderes tradicionales puede abrir la puerta al caudillismo disfrazado de autenticidad. Guy Hermet y Francisco Panizza también han estudiado cómo el populismo, al degenerar, sustituye la deliberación democrática por el personalismo. Claude Lefort, finalmente, advierte que la democracia es saludable cuando el poder permanece como un espacio simbólicamente vacío; todo intento por monopolizarlo, sostiene, desemboca en autoritarismo.

A pesar de ello, Costa Rica sigue siendo una democracia plena. Pero las alarmas están encendidas en rojo. El debilitamiento progresivo de los órganos fiscalizadores, las fricciones entre los poderes del Estado, la tensión creciente con medios de comunicación y la polarización social en aumento, son signos de alerta que deben atenderse. La experiencia internacional demuestra que las democracias rara vez colapsan de forma abrupta; más bien, se desgastan lentamente a través de pequeñas transgresiones que se normalizan con el tiempo.

La presentación del informe presidencial de este año fue, para muchos analistas y ciudadanos, una clara expresión del estilo que caracteriza a la actual administración, sin embargo, fue de todo menos digno de una democracia como la costarricense. El formato del evento se alejó del decoro y la sobriedad que han distinguido históricamente este acto republicano. En lugar de una exposición institucional serena y reflexiva sobre los logros y desafíos del país, el informe adquirió un tono más performativo que técnico, priorizando el impacto mediático por encima del diálogo político. A mi juicio, se trató de una oportunidad perdida para construir consensos y ejercer una rendición de cuentas a la altura del momento democrático. A ello se sumó un gesto que tampoco favoreció el clima de respeto republicano: la exhibición de pancartas por parte de algunos diputados, lo que añadió un componente de confrontación innecesaria.

En este contexto, resulta fundamental recordar que Costa Rica ha forjado su tradición democrática sobre el respeto institucional, el equilibrio de poderes y el diálogo plural. El estilo de liderazgo que hoy domina el Ejecutivo ha sido interpretado por muchos sectores como una ruptura con esta tradición. El verdadero liderazgo democrático no se mide por la capacidad de descalificar adversarios ni por dinamitar lo establecido, sino por la voluntad de construir acuerdos, respetar las diferencias y fortalecer el Estado de Derecho.

Más allá de las afinidades ideológicas, es tarea de la ciudadanía, de la academia, de los medios de comunicación y de los actores políticos en su conjunto, ejercer una vigilancia activa y consciente. Preservar la democracia más antigua de América Latina no es responsabilidad exclusiva del gobierno: es una obligación compartida por todos quienes habitamos y amamos este país.

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