El individuo, la clase y la nación son unidades de análisis que deben estar presentes en nuestra comprensión de la política y la sociedad. Puede ser que le demos más importancia a una de ellas, lo cual es aceptable, pero es un terrible error suprimir alguna para simplificar nuestra comprensión de la época en que vivimos.
El liberalismo, el socialismo y el nacionalismo en sus peores versiones históricas han cometido ese error. Recuerden cómo Marx criticaba, con toda razón, al individuo abstracto del liberalismo, una entidad sin historia reducida a ficción jurídica en la fórmula vacía de "todos somos iguales ante la ley".
Ante el individualismo banal quiso instaurar el análisis de clase, que no era nuevo, pues ya estaba presente en los clásicos como Adam Smith y David Ricardo, pero desapareció del todo con el surgimiento del paradigma neoclásico y su individualismo metodológico.
El problema de la clase, como unidad de análisis, no era el conflicto per se que suponía la visión de Marx, sino tratarla como una entidad monolítica. Obreros todos iguales, sin religión, sin familia ni patria, pero con una pretendida conciencia de clase unificadora y revolucionaria.
Ante las deficiencias del liberalismo y el socialismo se levantó, entonces, el nacionalismo. El egoísmo del liberalismo aunado al fracaso de los partidos de clase que, aunque dieron forma al modelo de democracia representativa de hoy, traicionaron a sus mismas bases y terminaron conformando el caldo de cultivo para el nacionalismo, la apelación al pueblo, a la entrega altruista a la nación más allá de egoísmos individuales e intereses de clase.
Pero esta nación, como era de esperar, no estaba compuesta de individuos de carne y hueso ni de clases sociales, sino que todo se resumiría en la imagen de un pueblo homogéneo que reclama una historia igualmente homogénea y, por tanto, excluyente.
En el caso del populismo, variante degradada del nacionalismo, dado que se opone al individuo y a la clase, no le queda otra opción que propagar la idea de que el gobernante, que suele ser encarnado por un líder carismático y narcisista, forma una unidad compacta e indisoluble con sus gobernados.
Y para mantener dicha unidad compacta e indisoluble es menester atacar al mismo tiempo la avaricia del empresario y el sectarismo del sindicato, para que nada interfiera en la relación paternal (más que fraternal), y por tanto no democrática, del pueblo con su salvador.
Uno puede preguntarse cómo visiones tan indigentes de contenido han logrado tanto éxito. Más allá de las condiciones sociales que las posibilitan, por ejemplo, sistemas económicos y políticos palpablemente defectuosos, hay que señalar también sus estrategias de consolidación en las mentes individuales.
En el caso del populismo, puede observarse una marcada instrumentalización de la necesidad de los seres humanos por dar cuenta del mundo y de su identidad mediante la elaboración de narrativas totalizantes y del principio de clausura cognitiva, que describe la tendencia de los seres humanos a adherirse a respuestas definitivas que minimicen la incertidumbre y la confusión ante problemas complejos. Pero además, y tal vez más preocupante, se observa la explotación de aquellas pasiones reprimidas causantes de lo que Freud llamaba el malestar en la cultura.
Una explicación alternativa y mayormente estudiada de este fenómeno hace hincapié en el concepto de ansiedad de estatus. La explotación de la ansiedad de estatus es lo que ha llevado a populistas, como Trump, a obtener apoyo tanto de los ricos como de los pobres en un contexto de cambios vertiginosos en la economía global, en donde las iniquidades entre ganadores y perdedores siguen necrosando el tejido social y poniendo a prueba nuestro contrato social.
Como se sugirió al inicio, hay unidades de análisis que no se pueden ignorar, y menos en las circunstancias actuales. Es un riesgo que podemos prever y prevenir. Ante el daño que producen las soluciones simplistas a problemas sociales complejos, no es sensato esperar diferentes resultados eligiendo el mismo camino. Como lo expresa una frase que suele atribuirse, erróneamente, a Einstein: "La locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes".
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