El actual oficialismo ha capitalizado con éxito el hartazgo social. Pero más allá del estilo confrontativo del presidente, hay que preguntarse: ¿quién dejó abierto ese espacio? ¿Y por qué nadie lo llenó con reformas reales?

La evaluación de un fenómeno político como el del actual oficialismo exige múltiples lentes. Puede analizarse desde su impacto económico —que he abordado en otros espacios—, desde su dimensión social —que revela un profundo resentimiento histórico— y desde su enfoque político, que es el que aquí me propongo desarrollar. Este artículo no pretende agotar el tema, sino ofrecer una reflexión política honesta y crítica sobre el momento que vive el país.

Vivimos un momento extraño. La figura presidencial —que en el imaginario democrático debería representar templanza, visión y capacidad de diálogo— ha sido reducida a un personaje confrontativo, ruidoso y efectista. Rodrigo Chaves ha decidido ejercer el poder como si fuera un espectáculo de fin de curso: gritos, insultos, señalamientos y desplantes que, aunque irritan a una élite ilustrada, logran conectar con una mayoría silenciosa harta de esperar justicia, salud y oportunidades.

Y es aquí donde vale la pena hacer una pausa.

Porque por más que su estilo sea inaceptable para muchos, sería un error pensar que su éxito es solo producto del marketing o la manipulación. El oficialismo leyó con precisión quirúrgica lo que una parte enorme del país siente: que durante décadas se construyó un aparato institucional donde muchos tenían el reloj de oro, y otros ni siquiera acceso al tiempo. Desde los barrios marginados, los pueblos olvidados y los pasillos eternos de Ebais colapsados, se mira con resentimiento una institucionalidad que ha protegido a unos pocos y postergado a muchos más.

Sí, hay una narrativa populista que juega con fuego. Pero el combustible ya estaba ahí.

¿Quién alzó la voz antes? Sí, hubo voces que señalaron privilegios, abusos y estructuras anquilosadas. Pero en demasiadas ocasiones, esas denuncias no pasaron de editoriales suaves o debates legislativos sin consecuencias. Faltó decisión política, faltó presión sostenida, faltó confrontación clara con quienes se beneficiaban del statu quo. Y así, el clamor popular se diluyó entre tecnicismos, pactos soterrados y una institucionalidad más preocupada por sostenerse que por reformarse.

En eso, el oficialismo fue más hábil: leyó el hartazgo, tomó ese vacío de acción y lo capitalizó, no para reformar, sino para señalar con fuerza —aunque muchas veces sin propuesta ni sustento—. Pero el daño ya estaba hecho: el descrédito no lo creó Chaves, lo heredó y lo explotó.

La crítica legal al accionar del presidente es válida. No tener un ministro de la Presidencia en funciones, sabotear la lógica del diálogo político, despreciar el orden constitucional y lanzar propuestas inviables como “la megacárcel” o la “Ley Jaguar” solo para generar indignación, son conductas graves que minan la democracia. Pero también es grave el silencio cómplice —o la tibieza— de quienes, habiendo tenido la oportunidad, no reformaron el sistema cuando pudieron.

A esto se suma otro problema, más profundo: una desconexión emocional de buena parte del discurso institucionalista con la realidad cotidiana de los ciudadanos. En lugar de preguntarse por qué el oficialismo logró conectar tan fuertemente con los sectores históricamente ignorados, muchos opositores se han concentrado en convencer a los convencidos de que “Chaves está mal”, en lugar de comprender el fondo del descontento. No hay diálogo real entre visiones: hay dos monólogos que compiten por imponer su narrativa.

Una parte del país ya encontró un vínculo —aunque imperfecto— con quien dice hablar claro y golpear a los de siempre. La otra parte quiere atraerlos de vuelta, pero bajo sus propias reglas, con su lenguaje, con sus miedos. No va a funcionar.

Y es que la salida no está en ganar una batalla discursiva, sino en construir soluciones reales. Para llegar a un punto común, se requiere algo más que un cambio de tono. Se requieren reformas institucionales —y algunas constitucionales— que, aunque pequeñas, tengan un gran impacto en legitimidad, eficiencia y representación.

Y, sin embargo, la crítica populista a las instituciones, aunque destructiva en su forma, a veces apunta a verdades que nadie ha querido enfrentar. La Contraloría General de la República, por ejemplo, cumple un rol esencial, pero ¿es razonable que su jerarquía sea vitalicia de facto? ¿O que lo sean los magistrados, en un contexto donde la rendición de cuentas debe ser dinámica? ¿Y qué decir de la representación parlamentaria? ¿No es hora de cuestionar con seriedad cómo se eligen los diputados y qué mecanismos tienen los ciudadanos para fiscalizarlos?

Incluso en el gobierno corporativo de nuestras instituciones autónomas, la ausencia de métricas públicas de gestión y control estratégico reales —como KPIs institucionales exigibles— revela cuánto se ha naturalizado el confort burocrático en lugar de la eficiencia orientada al bien común.

Ese vacío de reformas, sumado al abandono sistemático de zonas empobrecidas y una élite política que durante décadas administró el poder sin rendir cuentas, es lo que ha gestado gran parte del descontento social. No es solo un tema económico o ideológico: es la percepción de abandono.

Ahora, muchos se escandalizan con Chaves, pero olvidan que el terreno donde él siembra fue abonado con su indiferencia o su conveniencia.

En el fondo, este no es un debate entre buenos y malos. Es el resultado de una democracia que dejó crecer la desconfianza. Que no atendió a tiempo a quienes pedían respeto, no caridad. Que no reformó cuando pudo, y ahora ve cómo el péndulo se va al extremo.

Lo peligroso no es solo el estilo de este gobierno. Lo peligroso es que nadie parece estar construyendo una salida que supere este péndulo. Ni los que gritan desde la tarima, ni los que lloran desde el palco.

Y mientras tanto, el país sigue esperando.

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