En Costa Rica, el emprendimiento está en el ADN de nuestra gente. Jóvenes que sueñan con cambiar el mundo, profesionales que apuestan por sus ideas, comunidades que desarrollan soluciones desde su realidad. El talento existe, y en abundancia. Pero seguimos atrapados en un modelo de emprendimiento tradicional, de baja escala y bajo impacto, mientras en otros países las startups transforman industrias, levantan millones en inversión y generan empleos con alto valor agregado. ¿Qué nos falta?

La respuesta es incómoda, pero evidente: tenemos talento, pero no un sistema que lo propulse. Y eso empieza, sin duda, desde la educación. Durante décadas, nuestro sistema educativo ha apostado por la memorización, la obediencia y el cumplimiento de normas. Pero los emprendedores disruptivos no obedecen, cuestionan. No memorizan, crean. No temen al error, aprenden de él. Desde mi labor como doctor en educación e investigador, he dedicado años a estudiar cómo nuestro sistema formativo aún no responde a los desafíos del siglo XXI. Y lo más preocupante es que seguimos preparando jóvenes para insertarse en un mercado laboral que ya no existe, en lugar de formar creadores de empleo, innovadores o líderes de startups.

Países como Estados Unidos, Israel, Chile, Estonia y España han entendido que el ecosistema emprendedor no se construye con discursos, sino con infraestructura, políticas audaces y financiamiento real. En Estados Unidos, aceleradoras como Y Combinator y Techstars han sido semilleros de empresas globales como Airbnb o Dropbox. En Chile, Start-Up Chile ha apoyado más de 1.600 startups con resultados contundentes. España, con hubs como Lanzadera, ha sido reconocido por el Financial Times como uno de los mejores entornos de innovación de Europa. Incluso Panamá, con su Ciudad del Saber, nos muestra que es posible transformar visión en acción cuando hay decisión política y estrategia.

En Costa Rica, sí existen casos de éxito como Huli, Speratum o Estify, pero siguen siendo excepciones, no la regla. La mayoría de emprendedores enfrenta un camino lleno de obstáculos: acceso limitado a capital, falta de redes globales, ausencia de mentoría especializada y políticas públicas lentas. Un claro ejemplo de esto es el Sistema de Banca para el Desarrollo (SBD), creado en 2008 con la promesa de democratizar el acceso a financiamiento para proyectos productivos. Sin embargo, más de 15 años después, solo un 1.64% de sus fondos ha llegado a nuevos emprendimientos. Más que una plataforma, parece un plan piloto permanente. Hace falta reformarlo con urgencia: profesionalizar su gestión, abrirlo a proyectos de base tecnológica, y garantizar una distribución ágil y equitativa de los recursos.

Como doctor en Educación, no escribo esto desde la crítica cómoda. Sigo investigando activamente cómo conectar el conocimiento con la acción, cómo llevar la innovación a las aulas y cómo vincular a las universidades con el tejido emprendedor real. Desde escuelas rurales hasta centros de educación superior, he visto que cuando se siembra innovación con propósito, el cambio sí es posible. Mi compromiso es seguir trabajando desde la investigación aplicada y la docencia, para que el país que soñamos no se quede solo en ideas.

El emprendimiento no es una moda ni un recurso de emergencia frente al desempleo. Es una vía poderosa para transformar realidades, cerrar brechas sociales y posicionar a Costa Rica como un país líder en innovación en América Latina. Pero para eso, no basta con tener talento. Necesitamos una pista de despegue.

Este es el momento. El talento está. El potencial está. Ahora nos toca construir el sistema que lo impulse. Porque el futuro no se improvisa, se diseña. Y el país que queremos empieza por atreverse a cambiar.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.