La filósofa Hannah Arendt afirmaba que, en este siglo, debemos aceptar como regla general que todo lo que sea posible en un país, puede también ser posible en casi cualquier otro. Esa advertencia, que podría parecer lejana, cobra hoy una inquietante vigencia frente a la reciente reforma judicial mexicana, cuya naturaleza populista y revanchista debería encender nuestras alarmas.
En un clima de creciente confrontación política, no sería extraño que en Costa Rica algunos actores propongan reformas similares bajo la bandera de una mal entendida participación ciudadana. Son ideas que suenan atractivas, pero que podrían dinamitar, desde adentro, la institucionalidad judicial que ha sido clave en la estabilidad de nuestra democracia.
Ya antes se intentó copiar modelos foráneos. En 1873, bajo el gobierno de Tomás Guardia, se estableció un sistema de jurados para delitos graves, inspirado en el modelo estadounidense. La experiencia fue breve y fracasó: quedó demostrado que la justicia no puede operar como una asamblea ni como un espectáculo. Hoy, la historia parece repetirse en México, donde, mediante una reforma constitucional aprobada al filo del cambio de gobierno, el expresidente Andrés Manuel López Obrador consolidó un golpe institucional contra el Poder Judicial. Amparado en su mayoría legislativa, sin debate técnico y con métodos abiertamente cuestionables, convirtió la justicia en una pieza más de su legado político.
A partir de esa reforma, jueces, magistrados e incluso ministros de la Suprema Corte —equivalentes a nuestras magistraturas— serán elegidos por voto popular. No por sus méritos profesionales, sino por su capacidad para atraer votos, incluso por tener el mejor TikTok. El proceso se ha reducido a una contienda electoral disfrazada de democratización, en la que la imparcialidad se sacrifica en el altar de la popularidad.
Esta supuesta democratización de la justicia no solo es un error: es una trampa. Un juez debe decidir conforme a la Constitución y a la ley, no en función de cálculos políticos ni del humor social. ¿Cómo puede ser independiente alguien que teme perder su cargo por tomar una decisión impopular, aunque jurídicamente correcta? Y eso, en el mejor de los escenarios. En el peor, ¿qué nos garantiza que dineros provenientes del crimen organizado no financien campañas judiciales?
Ese es el corazón del peligro. Cuando un juzgador asume compromisos de campaña, sus decisiones dejan de responder al Derecho y empiezan a obedecer intereses partidarios, ideológicos o incluso delictivos. En ese momento, la justicia deja de ser contrapeso del poder y se convierte en su cómplice.
Como ciudadanos, debemos tomarnos en serio la advertencia que Arendt nos dejó hace décadas: lo que ocurre en un país puede replicarse en cualquier otro. La historia no siempre avanza; a veces retrocede disfrazada de novedad. Y cuando lo hace, lo hace rápido.
En democracia, tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo pueden fallar. De hecho, lo han hecho. Pero el Poder Judicial no tiene margen para eso. Es el último centinela de nuestra Constitución, el único llamado a resistir cuando todo lo demás se doblega. Por eso su independencia no es negociable, ni puede someterse al vaivén de los votos ni a la moda política de turno.
Costa Rica debe aprender del caso mexicano antes de verse obligada a vivirlo. La justicia no necesita pancartas ni populismo. Necesita jueces formados, comprometidos y libres de presiones. Defender su independencia es, al final del día, defender la democracia misma.
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