La sociedad costarricense no tiene un problema de jóvenes delincuentes; tiene un problema de jóvenes abandonados, y la ley es el único rostro que conocen. Esta dicotomía cruda no es solo una falla moral; es una falla sistémica en la promesa de la justicia costarricense.

A pesar de que nuestra Ley de Justicia Penal Juvenil se fundó sobre la Doctrina de la Protección Integral y el fin socioeducativo, su operación diaria demuestra que la exclusión social actúa como un poderoso filtro: criminaliza la vulnerabilidad e impide que el joven en riesgo logre la reinserción.

Si el sistema de 1996 buscaba dejar atrás la criminalización de la pobreza, la persistencia de estos perfiles de riesgo y la lenta rueda de la justicia evidencian que el modelo se está quedando corto. Urge una mirada crítica a los retos operativos, ideológicos y educativos para que la ley deje de ser un mero control social y se convierta en una verdadera ruta de prevención.

El principal reto es reconocer que el sistema legal impacta desproporcionadamente a la juventud en situación de vulnerabilidad. El camino hacia el delito no es una elección azarosa; está determinado por un conjunto de factores de riesgo que actúan como propulsores de la exclusión: la pobreza, la marginalidad social, la violencia intrafamiliar, la negligencia y la falta de redes de apoyo. Pero la desventaja que enfrentan estos jóvenes es más profunda que la pobreza económica; es una desventaja cognitiva estructural.

La neurociencia del desarrollo ha demostrado que, desde temprana edad, experiencias adversas como el abuso psicológico, la exposición al abuso de drogas o alcohol en el núcleo familiar, la ausencia de figuras parentales por encarcelamiento o el trauma de divorcios conflictivos, dictaminan científicamente el desarrollo del cerebro. Estos eventos pueden comprometer el desarrollo de las regiones cerebrales encargadas del control de impulsos, la empatía y la planificación a largo plazo.

Es crucial tener esto en consideración porque esta afectación biológica limita drásticamente la capacidad del joven para pensar con claridad y deliberar éticamente ante situaciones de alta complejidad y presión, haciéndolos más propensos a respuestas reactivas y violentas. Esta brecha se refleja en los datos: los circuitos judiciales con menores indicadores de desarrollo humano y social registran la mayor incidencia de casos concluidos.

A nivel nacional, el panorama confirma esa exclusión. Según el Ministerio de Justicia y Paz (2024), la población penitenciaria total asciende a 34.235 personas, de las cuales 581 pertenecen a la sección penal juvenil. De estas, 544 son hombres y solo 37 mujeres. Más del 50% de los casos corresponden a delitos contra la vida, seguidos de delitos contra la propiedad (24%) y delitos sexuales (20%). Además, entre 2019 y 2023, los casos ingresados en la Fiscalía Penal Juvenil aumentaron un 148,9%, con un salto especialmente fuerte en delitos contra la vida, que pasaron de 496 expedientes en 2019 a 1004 en 2023. Estas cifras no hablan solo de crimen, sino de abandono institucional.

Desde un análisis basado en la evidencia, es clave evitar las propuestas del populismo penal, es decir, el aumento de penas de prisión, la reducción de la edad penal o la creación de un registro de infractores. Estas medidas desconocen la evidencia que demuestra la inutilidad de la prisión para la prevención en jóvenes y su efecto criminógeno.

Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que invertir en prevención primaria —atención prenatal, programas preescolares, apoyo familiar— resulta más eficaz en relación con el costo y ofrece beneficios considerablemente más duraderos que la respuesta reactiva. Esta es la esencia de modelos exitosos, como en Dinamarca, donde la principal “sanción” es un plan de acción personalizado con medidas sociales y pedagógicas enfocadas en la rehabilitación y la reinserción comunitaria.

A nivel nacional necesitamos ver un cambio, una verdadera inversión en oportunidades. Una ruta de educación en la que se enfatice una formación humanística y crítica que dote al joven de la capacidad de reflexión y empatía. Ocupamos ver una mayor colaboración interinstitucional: entidades como el INA, el IMAS y el IAFA deben crear redes de apoyo que puedan asegurar que la sanción no sea un mero castigo, sino un plan de vida que incluya acceso a salud, capacitación técnica y soporte socioeconómico.

La Justicia Restaurativa se convierte en la piedra angular, pues se enfoca en el daño y la reparación, promoviendo la responsabilidad activa y ofreciendo soluciones integrales. Incluso en los centros carcelarios, aplicar prácticas restaurativas para manejar la violencia intracarcelaria es vital para cumplir el fin educativo y formativo.

El foco del debate político está en la seguridad: se discuten financiamientos de cárceles y el endurecimiento del sistema penal, pero el Estado verá un cambio cuando asuma la responsabilidad que le compete: invertir en el joven en desventaja, garantizando una ruta de prevención integral y una equidad de oportunidades.

Esta es la única elección política que honra el espíritu de la ley y nos aleja del espejo roto de la juventud.

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