La revolución digital ha transformado la política moderna. En lugar de plazas públicas, ahora se combate en timelines; en vez de mítines, se despliegan narrativas. En ese contexto, ha emergido una figura inquietante: el trol político, un agente digital que opera desde el anonimato o la aparente espontaneidad, pero cuyas intenciones rara vez son inocentes.

En Costa Rica, el debate se ha intensificado tras diversas denuncias que vinculan a figuras políticas, incluyendo al actual presidente de la República, con supuestas redes organizadas de troles. Aunque estas acusaciones aún no han sido judicialmente confirmadas, sí han encendido una alerta ciudadana y jurídica que no puede ser ignorada.

Como abogado especializado en Derecho Informático y delitos económicos, he seguido con especial atención este fenómeno, no solo por su impacto en la libertad de expresión, sino por las implicaciones éticas, penales y constitucionales que conlleva.

El marco legal: entre lo difuso y lo permisivo

Costa Rica carece, en la actualidad, de una normativa específica que regule el fenómeno de los troles en redes sociales. No obstante, la ausencia de regulación directa no significa una ausencia de control jurídico. Cuando el accionar de estas cuentas incluye injurias, calumnias, amenazas o la propagación maliciosa de noticias falsas, se activa un abanico normativo que va desde el Código Penal hasta la Ley de Protección de la Persona frente al Tratamiento de sus Datos Personales.

Asimismo, si se llegara a comprobar que existe una red coordinada, financiada con fondos públicos o privados para manipular la opinión pública o acosar a adversarios, podríamos estar ante una estructura informal de ciberdelincuencia organizada, especialmente si se utilizan perfiles falsos, bots automatizados o suplantación de identidad para cumplir estos fines.

¿Profesionales de la comunicación o ciberdelincuentes?

En este terreno gris se esconde la verdadera complejidad del asunto. Algunas de estas personas se presentan como community managers o estrategas digitales. Y en efecto, el marketing político digital es una práctica lícita y necesaria en el siglo XXI. Sin embargo, cuando la línea entre estrategia y guerra sucia se difumina, el Derecho debe intervenir.

El problema no es la defensa de una ideología; el problema es cuando esa defensa se convierte en una campaña sistemática para intimidar, silenciar o destruir reputaciones, todo ello bajo el velo de cuentas anónimas, falsos ciudadanos o "seguidores espontáneos".

Libertad de expresión vs. abuso estructurado del anonimato

La libertad de expresión no puede servir de escudo para proteger acciones organizadas que vulneren derechos fundamentales. El análisis de proporcionalidad, que es una herramienta esencial del Derecho Constitucional, nos exige ponderar: ¿estamos ante una manifestación legítima de opinión política, o frente a una operación encubierta para desinformar y generar miedo?

Cuando el anonimato digital se instrumentaliza para debilitar el debate público en lugar de enriquecerlo, ya no hablamos de libertad, sino de distorsión democrática.

Para concluir, a manera de reflexión

Costa Rica, como democracia madura, no puede permanecer indiferente ante el auge de prácticas que, si bien no siempre constituyen delitos, sí erosionan la confianza institucional y el derecho ciudadano a recibir información veraz. El país necesita una reforma integral que actualice nuestro marco normativo en materia digital, incluyendo regulaciones claras sobre ética política en redes, transparencia en campañas digitales y el uso de tecnología en la comunicación estatal.

Como profesional del Derecho, comprometido con la defensa del Estado de Derecho tanto en tribunales como en plataformas digitales, me preocupa profundamente el uso de herramientas tecnológicas para fines que contradicen los principios democráticos. Y aunque aún falta camino por recorrer, el primer paso es llamar a las cosas por su nombre: no todo lo que se viraliza es espontáneo, y no todo lo que se dice desde una cuenta anónima merece ser considerado opinión.

La democracia no puede ser rehén de los algoritmos ni de los operadores anónimos. Debe ser defendida con ideas, argumentos y, sobre todo, con leyes que estén a la altura del tiempo digital que vivimos.

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