Costa Rica fue uno de los primeros tres países en el mundo en tener alumbrado público eléctrico. En 1884, San José iluminó sus calles cuando muchas capitales aún caminaban entre tinieblas. Este pequeño dato histórico resume una capacidad que hoy pareciera extraviada: la de ser pioneros.

Durante décadas, Costa Rica tomó decisiones valientes: abolió el ejército, apostó por la educación pública, fortaleció un sistema de salud universal y se convirtió en líder global en producción de energías limpias. Nuestra historia está marcada por momentos de lucidez institucional que nos colocaron como ejemplo internacional.

Sin embargo, el contraste con nuestro presente es tan doloroso como evidente. Hoy enfrentamos una realidad marcada por el rezago, la corrupción y el estancamiento. La infraestructura educativa está deteriorada, la Caja colapsa en listas de espera y la desigualdad se acentúa. Y lo más grave: ya ni nos sorprende.

Una gran parte de este problema radica en el entorpecimiento sistemático del aparato político. La Asamblea Legislativa se ha convertido en un campo de guerra partidaria donde el interés común es el gran ausente. Se rechazan proyectos no por su contenido, sino por su procedencia. Se vota en contra del país si la iniciativa vino “del otro lado”. Así no se construye democracia, así se sabotea.

La democracia está diseñada para proteger a la sociedad, no para detener el avance de los pueblos. No puede ser que el bienestar se sacrifique por egos o cálculos políticos. Las curules deberían ser espacios de responsabilidad histórica, no trincheras de obstrucción.

Costa Rica tiene la capacidad. Lo ha demostrado una y otra vez. Pero la capacidad sin voluntad es solo potencial perdido. Nuestra historia no debe ser una postal nostálgica, sino un llamado a recuperar la altura. No fuimos grandes por casualidad. Lo fuimos porque alguna vez supimos lo que queríamos y lo hicimos juntos.

Hoy, más que nunca, necesitamos recordar que fuimos luz. Y entender que aún podemos volver a serlo.

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