“El hombre es un ser político por naturaleza… y la polis existe por naturaleza y tiene por fin el bien supremo.” Con esta sentencia, Aristóteles no solo describía una característica inherente al ser humano, sino que trazaba un ideal de convivencia y organización social. La política, entendida como una actividad racional, ética y práctica, debía ser el instrumento para alcanzar el bien común. Pero, ¿qué queda hoy de esa visión?
De cara a las elecciones nacionales de 2026, vale la pena preguntarse con crudeza: ¿vemos racionalidad, ética y ejecución en el quehacer político nacional? ¿Dónde están los estadistas, los comprometidos con el bien común, los que piensan más allá del próximo titular o del próximo “live”? ¿Desaparecieron o simplemente los hemos dejado de buscar?
La respuesta no es sencilla, y da miedo. Porque mirar con honestidad el panorama político actual puede conducir a la desesperanza. La Asamblea Legislativa se ha convertido, en muchas ocasiones, en un escenario de catarsis desbordada, donde se escupe odio y se abona el terreno para la desconfianza. El Ejecutivo, por su parte, parece más comprometido con atizar el fuego de la polarización que con construir puentes que permitan resolver los problemas reales del país.
Mientras tanto, Costa Rica se desmorona en sus fundamentos: la seguridad social se tambalea, la seguridad ciudadana se convierte en un privilegio, la seguridad alimentaria ya no es un hecho garantizado. Y ni qué decir de la educación, que era uno de nuestros grandes orgullos nacionales. ¿En qué se ha convertido? En una educación desfasada, de la cual no sabemos con certeza qué están aprendiendo nuestros niños, niñas y adolescentes en las aulas de la educación pública. Esa misma educación pública que formó la Costa Rica de hoy. No sabemos qué está pasando. Y que quede claro: reconozco —porque lo he visto de cerca— la mística que aún hay en muchos educadores del país. Eso se celebra. Pero cuando no hay rumbo, cuando no hay norte, nada avanza. Entonces, ¿vamos a educar a nuestros niños y adolescentes para que sean meros escroleadores de TikTok? ¿Para que solo comprendan mensajes de 140 caracteres, o para que se limiten a aplaudir o repudiar las voces del odio que irrumpen cada día en redes sociales? Y el ciudadano honesto —que sigue siendo mayoría— observa con impotencia cómo se desmantelan instituciones, se degrada el debate público y se diluye el pacto democrático.
Recuerdo, con cierta nostalgia, a mi papá escuchando con devoción los debates legislativos en su radio verde Philips. Era política lo que se escuchaba: dignidad, argumentación, disenso con respeto. No se trata de romantizar el pasado, pero sí de rescatar aquello que funcionaba: la política como espacio de construcción, y no para demoler.
Hoy, como ciudadanos, no podemos resignarnos. No podemos permitir que nos vendan una Costa Rica envilecida, odiosa, irrecuperable. No podemos caer en la trampa de los falsos redentores ni en la retórica de la pureza monopolizada. No debemos aplaudir el odio, venga del color político que venga. Y no debemos olvidar que una prensa libre y una libertad de expresión activa —aun incómoda— son los pilares del Estado de derecho. Defenderlas no es una opción: es un deber.
Costa Rica no es un meme ni un circo. Es un país que ha logrado cosas extraordinarias. Pero hay que quitarse el velo de la rabia, del fanatismo, de la superficialidad. Volvamos a pensar con profundidad, a sentir con decencia y a actuar con propósito.
Porque si la política es, como decía Aristóteles, el medio para alcanzar el bien supremo, entonces dejemos de vociferar y empecemos a construir.
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