El 2026 encuentra a América Latina en una encrucijada. La región llega fragmentada, con economías presionadas, instituciones debilitadas y una disputa geopolítica que vuelve a colocar al hemisferio occidental bajo una atención inusualmente intensa. Los realineamientos estratégicos entre grandes potencias, los procesos electorales en curso y la inestabilidad persistente en varios países generan una mezcla de expectativas y riesgos que ningún gobierno puede ignorar. En este ambiente, los recientes episodios en Honduras, incluida la polémica intervención de Washington en su proceso político, y ciertos gestos diplomáticos hacia Costa Rica en plena precampaña reabren un debate necesario: ¿cómo preservar la autonomía democrática en un entorno hemisférico más volátil y menos predecible?

Costa Rica no es Honduras, ni su institucionalidad permite comparaciones apresuradas. Pero sí es evidente que el clima regional ha cambiado. Hoy, cualquier gesto puede amplificarse; cualquier visita puede politizarse; cualquier silencio puede interpretarse. El incidente reciente entre un congresista estadounidense y nuestra embajadora en Washington es un ejemplo claro de cómo incluso relaciones históricamente estables pueden tensionarse si no se manejan con la prudencia que exige una coyuntura electoral.

La cercanía con Estados Unidos nunca ha sido un problema para Costa Rica; lo sería convertirla en un activo de campaña. La política estadounidense atraviesa uno de sus ciclos más agudos de polarización interna, y esa dinámica inevitablemente se filtra hacia su política exterior. Nuestro país debe evitar quedar atrapado en esas lógicas importadas. Por ello, la oposición, y el sistema político en general, tiene aquí una oportunidad para reafirmar tres principios que han sido, durante décadas, parte del ADN democrático costarricense:

  1. Defender el principio de no injerencia desde la sensatez. El principio de no injerencia ha sido una constante en la diplomacia costarricense, no por confrontación, sino por convicción. No se trata de alimentar sospechas ni de señalar interferencias inexistentes. Se trata de recordar, con serenidad institucional, que las decisiones electorales corresponden a la ciudadanía y que cualquier país, por más cercano que sea, debe respetar ese marco. La relación con Estados Unidos es legítima y estratégica, pero la autonomía democrática es irrenunciable.
  2. Enmarcar la relación bilateral en cooperación, no en afinidades electorales. La estabilidad histórica entre Costa Rica y Estados Unidos se ha construido sobre instituciones y valores compartidos, no sobre simpatías partidarias. Es una relación que ha sobrevivido cambios de gobierno en ambos países porque está basada en intereses permanentes: comercio, seguridad, inversión, migración. Ese es el terreno donde debe mantenerse. Estados Unidos es un socio, no un padrino político; por eso, preservar la dimensión técnica y estratégica de la relación es el mejor antídoto contra malentendidos y lecturas indebidas.
  3. Recordar que la fortaleza de Costa Rica radica en sus instituciones, no en respaldos externos. El mayor activo de Costa Rica sigue siendo la estabilidad de su institucionalidad: tribunales confiables, prensa libre, ciudadanía vigilante y una cultura cívica que ha resistido cambios de época sin perder su rumbo. Ninguna democracia madura se sostiene por el aval de otra nación, menos la más antigua de América Latina y el Caribe. Se sostiene por su capacidad para garantizar procesos transparentes, reglas claras y confianza interna. En un contexto hemisférico más incierto, este recordatorio adquiere un valor especial.

El factor Venezuela y el péndulo político regional. Ningún análisis serio del momento hemisférico puede prescindir del caso venezolano, que vuelve a tensionar la política regional. Con una oposición reorganizada, nuevas dinámicas de negociación y un agotamiento social evidente tras años de crisis, Venezuela continúa siendo el epicentro del equilibrio político continental. En círculos estratégicos estadounidenses han resurgido debates, todavía especulativos y sin confirmación oficial, sobre la posibilidad de acciones más firmes, incluso de naturaleza militar, en respuesta a eventuales crisis internas. Nada indica que tales medidas sean inminentes, pero la sola existencia del debate evidencia el peso geopolítico del país.

Tres elementos explican la centralidad de Venezuela en la discusión hemisférica:

  • La crisis humanitaria y migratoria, que afecta a casi todos los países del continente y transforma agendas internas.
  • La presión internacional por una transición democrática, que hasta ahora no ha encontrado un cauce claro.
  • El viraje político en varios países hacia posiciones de centro-derecha, creando un entorno menos tolerante ante la erosión institucional y más dispuesto a respaldar medidas de presión, aunque sin consenso sobre sus límites.

Para Costa Rica, cualquier escalamiento en Venezuela tendría consecuencias inmediatas en temas migratorios, de seguridad regional y de articulación diplomática. En ese escenario, nuestro país deberá apoyarse en lo que mejor caracteriza su política exterior: prudencia, defensa democrática y un enfoque humanitario consistente con nuestra tradición.

Mirar hacia afuera sin perder claridad interna. La Unión Europea, Canadá, Japón y otros actores internacionales mantendrán una vigilancia activa sobre los procesos electorales en América Latina. Muy probablemente emitirán pronunciamientos explícitos en favor de elecciones libres de interferencias, especialmente en países con una tradición democrática sólida como Costa Rica. Esa atención internacional es bienvenida, pero no sustituye la responsabilidad interna.

La pregunta central no es si Estados Unidos intervendrá o no. La pregunta es si Costa Rica seguirá confiando en el modelo que le ha dado estabilidad por más de siete décadas: instituciones fuertes, ciudadanía vigilante y una cultura política que resuelve sus diferencias sin tutelas externas. Ese es el verdadero punto de referencia en un año hemisférico particularmente incierto.

Costa Rica no necesita tutores, sino claridad. No demanda estridencias, sino sobriedad. Y no busca favoritismos, sino confianza en sí misma. En un hemisferio tenso y volátil, las voces moderadas, las que entienden la institucionalidad y el papel internacional del país, tienen una tarea esencial: recordar que la autonomía democrática no se declama; se practica, se cuida y se sostiene todos los días.

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