Desde 2013, cada 3 de marzo se conmemora el Día de la Vida Silvestre, proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en honor a la aprobación en 1973, de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestre. Esta efeméride invita a reflexionar sobre la protección de las especies, los ecosistemas y la biodiversidad, así como sobre la coexistencia. Nos impulsa a cuestionar la visión que separa a los humanos de otros animales y a reconocer los vínculos e interdependencias que nos unen. Compartir el mismo territorio exige negociar formas de cohabitar que deben integrarse en la agenda de conservación actual.

El estudio de la coexistencia multiespecie es, en sí mismo, un acto de humildad epistemológica. Cohabitar implica "ser-con-otros" y estar abiertos a las formas en que los demás participan en la creación del mundo compartido. La vitalidad no humana —animales, plantas o microorganismos— moldea paisajes y relaciones que los sostienen.

La fauna y la flora silvestres no solo habitan los territorios, sino que también los narran. Sus desplazamientos y ciclos de vida dan forma a los espacios, ya sean rurales o urbanos, áreas protegidas o carreteras asfaltadas. Comprender esta dinámica exige que los gestores de conservación consideren con mayor detalle los escenarios donde las especies silvestres coexisten con humanos, animales domésticos y de trabajo, así como con elementos del entorno como volcanes y ríos, que influyen en la configuración de prácticas, afectos y valores.

En conservación, la humildad epistemológica se traduce en un arte de la atención y la inmersión. Implica reconocer que aprender a ver a otros de un modo distinto también significa ser vistos por ellos. Es un encuentro de miradas que posibilita nuevas formas de relación. Esta disposición lleva a los equipos de conservación a comprender que cohabitar con organismos silvestres no depende solo de marcos teóricos de la ciencia moderna, sino también de la manera en que estos seres se revelan en encuentros y momentos fugaces de contacto.

El conocimiento es siempre limitado y en constante reformulación. Reconocer que la vitalidad no humana no se ajusta a nuestros esquemas exige cautela ante ciertos supuestos de la planificación territorial. Las narrativas instrumentales, aunque útiles para el mercado y la acción estatal, tienden a ignorar las tensiones propias de la coexistencia. La humildad epistemológica implica abrirse a la mirada del otro, incluso cuando este percibe el mundo de manera distinta. Es un acto de presencia en el mundo que permite reflexionar sobre las crisis ecológicas y sobre la necesidad de reconectar al ser humano con la naturaleza. Esta reconexión pone en primer plano la agencia de lo vivo y lo no vivo en la búsqueda de soluciones a los desafíos ambientales.

Hoy, más que nunca, el momento geohistórico actual, identificado por algunos académicos con la hipótesis del Antropoceno, nos llama a reflexionar sobre un periodo de desorientación ecológica. En este contexto, las nociones de justicia y cuidado deben ampliarse para incluir a un espectro más amplio de seres. La conservación no puede reducirse a enfoques simplistas ni depender solo de avances tecnológicos.

Reconocer los límites de nuestra capacidad comprensiva es esencial para el trabajo ecológico y la conservación actual. Esta labor está atravesada por nuevas sensibilidades corporales y afectivas. Vinciane Despret destaca la importancia de comprender lo que significa afectar y ser afectado en la relación entre humanos y animales, un vínculo que va más allá de respuestas instintivas. En este sentido, el arte de prestar atención se convierte en un ejercicio de sorpresa y asombro, recordándonos que el mundo es un espacio vivo, contingente e impredecible.

Nuestros protocolos de investigación no deberían presuponer una verdad estable sobre el mundo que co-construimos con otros seres vivos. Esto no implica rechazar la racionalidad científica, sino abrirse a pensar creativamente sobre nuevas formas de coexistencia. La ciencia ciudadana, en este sentido, invita a incorporar los relatos y experiencias de comunidades locales en la producción de conocimiento, ampliando las agencias involucradas. Tanto humanos como no humanos deben ser considerados informantes clave en este proceso.

Muchas estrategias convencionales de conservación siguen enfocadas en la adaptación de ciertas especies a contextos antropizados. La noción tradicional de ecosistema sugiere un mundo ordenado y predecible, donde la estabilidad depende de funciones específicas asignadas a cada organismo. No obstante, los enfoques multiespecie contemporáneos desafían esta visión, recordándonos que toda interacción implica una mutua transformación. La conservación no debería limitarse a crear condiciones óptimas de adaptación, sino también a imaginar formas creativas de cohabitar, incluso en escenarios de tensión y conflicto.

La desorientación ecológica actual nos ofrece pistas para repensar nuestra relación con el entorno. En lugar de un enfoque funcionalista, es posible imaginar “ecologías de proximidad” como un marco alternativo, donde las relaciones entre individuos y su entorno son dinámicas y abiertas. Estos vínculos nos desafían a abandonar prejuicios antropocéntricos y explorar nuevas formas de habitar un mundo compartido.

Esta efeméride resalta la importancia de generar conocimiento que no solo analice la performatividad de organismos aislados, sino también las relaciones multiespecie y su impacto en las dinámicas territoriales. Es esencial considerar tanto el conocimiento científico como el aprendizaje intuitivo de las comunidades humanas locales.

Estas formas de saber, muchas veces basadas en experiencias no siempre traducibles a términos científicos, refuerza el valor de las prácticas relacionales que rescatan lo anecdótico. Este interés ha llevado a numerosos estudiosos a explorar la construcción del carisma en torno a las especies no humanas. Asimismo, comprender los valores territoriales negativos respecto a especies consideradas plagas o invasoras es crucial en la actual crisis de extinción masiva.

Paradójicamente, las especies más afectadas por el cambio climático antropogénico y el flagelo del tráfico ilegal suelen ser aquellas con las que no logramos establecer un vínculo afectivo directo, como insectos y anfibios. Nos resultan ajenas; su apariencia y sonidos nos son extraños, lo que hace que las percibamos como una otredad visceral, incluso monstruosa.

Entonces, ¿qué posibilidades existen de aprender con la vida silvestre que nos resulta abyecta, rara o potencialmente agresiva para desarrollar una eco-pedagogía de vínculos interespecie más hospitalaria?

La co-construcción del conocimiento para la conservación de la vida silvestre debe ser un proceso horizontal y dialógico, en el cual se evite reproducir jerarquías y formas de violencia heredadas. Es fundamental reconocer que incluso la vida y la muerte son interdependientes y que todos somos corresponsables de los dilemas ecológicos de nuestro tiempo. Más que buscar una solución definitiva que nos exima de responder por nuestros actos, estamos llamados a ofrecer perspectiva y profundidad a nuestras indagaciones. Estos dilemas deben seguir acompañándonos, pues no son solo epistemológicos y éticos, sino también ontopolíticos: toda forma de conocimiento implica una manera particular de percibir y hacer visibles a otros seres vivos.

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