No confundamos democracia con democratismo. “No es lícito -decía José Ortega y Gasset- ser ante todo demócrata porque el plano a que la idea democrática se refiere no es un primer plano, no es un, ante todo. La política es un orden instrumental y adjetivo de la vida (…). Pura forma jurídica, al hacer de ella el principio integral de la existencia, se engendran las mayores extravagancias”. Se trata, dice Ortega y Gasset, de una “injustificada extralimitación de campos”.

Como consecuencia del igualitarismo pactista de Rousseau, el democratismo se presenta como una exageración de la democracia, como una apelación exagerada y populista a la voluntad del pueblo para resolver los problemas. Sin embargo, y continuando con Ortega y Gasset, “una sociedad no se constituye por el acuerdo de voluntades. Al revés, todo acuerdo de las voluntades presupone la existencia de una sociedad de gentes que conviven, y el acuerdo consiste en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de sociedad como reunión contractual, y, por tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes”. Y aquí, creo yo, viene lo importante. No todo se puede resolver por votación mayoritaria. Los democratistas no perciben que la verdad no depende de la opinión ni del número de quienes la profesan. La democracia liberal —promotora del democratismo— ha fallado fundamentalmente por su base relativista y anárquica, por su ausencia de auténtica autoridad, integración, unidad y permanencia de instituciones, ideas y fines. Considerar a las personas simplemente como contratantes jurídicos es deshumanizarlas y convertir al Estado en una sociedad anónima. Y en una sociedad anónima la voluntad general se siente tan segura para gobernar que puede poner en discusión todo lo que se quiera: si determinado ser humano es persona o no; si tiene derecho a vivir o no, si los padres de familia tienen derecho fundamental y exclusivo a la educación de sus hijos o no; inclusive, si Dios existe o no. Luego, la democracia no debe convertirse en un régimen de masas ni de capitales anónimos, debe ser un sistema humano que practica la justicia y, en lo ideal, la caridad.

Una cosa es que el pueblo tenga capacidad para seleccionar el gobierno y sus gobernantes y otra cosa muy diferente es que en el pueblo resida, con título originario el derecho de gobernar; el pueblo, de jure, no es el gobernante. Los democratistas confunden la democracia con el gobierno del populacho, de las masas, de las mayorías irresponsables. Según ellos, el pueblo tendría una voluntad y libertad casi ilimitadas; un poder casi absoluto de regular lo que fuera. La voluntad, así, queda divorciada de toda verdad objetiva que no puede ser ignorada o distorsionada. La dignidad de la persona, su libertad racional y la finalidad del bien común que debe de perseguir el gobernante, quedan sepultadas en el olvido. Hay que decirlo con claridad, bajo el amparo de una auténtica democracia no cabe ningún despotismo de la masa. La democracia es toda una sociedad, todo un pueblo y no una tiranía de la muchedumbre, que es la esencia detestable de toda tiranía. La democracia no liquida a los enemigos, les impone sus límites y sus reglas dialécticas, en ello reside su fuerza constructiva; en contraste con el poder destructivo de las autocracias y tiranías de cualquier clase.

La democracia costarricense requiere la sana voluntad del pueblo, no el entusiasmo fugaz e irrelevante que interviene, encendido, populista y vulgar en redes sociales. La historia costarricense nos demuestra que cuando los costarricenses han visto peligrar su libertad, su democracia, sus derechos, se han levantado; y, dejando de lado la pasividad, han luchado hasta el derramamiento de sangre. El problema radica en que las nuevas generaciones se encuentran despojadas del amarre que ofrece el pasado. En virtud de la educación fracasada que han recibido, del atontamiento ocasionado por las redes sociales, no tienen ni conocen historia que les preceda, no hay tradición que les resguarde, no conocen las tragedias que vivió Costa Rica y que ahora puedan iluminarles. En consecuencia, nos transformamos en una sociedad que olvida su esencia. Debemos recuperar nuestra democracia fundada en principios de derecho natural, que reconozca valores universales y morales, que respete estos principios y evite caer en populismos o ideologías que solo son amenazas a la verdad objetiva. Lo que los costarricenses hoy tenemos de frente es una lucha moral contra esas tendencias perversas.

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