El ataque de Hamás contra Israel, el 7 de octubre de 2023, causó la muerte de más de 1100 israelíes. Este evento es casi ineludible, y viendo cómo se desarrolla en la actualidad, puede potencialmente sacudir la geopolítica mundial y corre el riesgo de ser un punto de inflexión en la historia del siglo XXI. Durante los ataques, el mundo entero condenó a Hamás y lamentó la muerte de los civiles que fueron víctimas de semejante atrocidad. Razonablemente, este evento es una horrible tragedia y, en cualquier caso, un hecho hiper mediatizado. Vemos los efectos de esto en las noticias, con una posible guerra en Oriente Próximo que parece inminente.

Sin embargo, al leer algunos artículos recientemente, me enteré de que la guerra en Sudán, que se ha estado librando desde 2023, ha causado al menos 15.000 muertes. Pero, en este caso, no hay mayores declaraciones diplomáticas de la comunidad internacional ni condenas oficiales, y tampoco existen reacciones apasionadas en las redes sociales. Entonces, ¿no es esta guerra igualmente grave? ¿No merece tanta atención como la que los medios conceden a Oriente Próximo?

Esta comparación sirve como ejemplo de una pregunta real que podría plantearse en nuestra sociedad. De hecho, vivimos frente a una multiplicación de catástrofes, ya sean humanitarias, militares, sanitarias o ecológicas. Como resultado, existen cada vez más grupos que exigen ser conmemorados. Con esta sociedad de “conmemoritis” y competencia victimaria, ¿podemos jerarquizar la gravedad de estas crisis? ¿Deberíamos basarnos en las cifras de muertos?

En general, ¿tiene sentido comparar los traumas relacionados con la violencia masiva?

Para llegar a ello, primero debemos hablar de por qué conmemoramos tanto. Según Pierre Nora, vivimos en una tiranía de la memoria. En nuestra sociedad numérica, donde toda la información está digitalizada y es fácilmente accesible, los testimonios se han convertido en una parte importante de la construcción de la historia. Además, vivimos en una era globalizada influenciada por una gobernanza mundial que supuestamente es capaz de garantizar la paz, la justicia y un derecho internacional que defiende los derechos humanos, lo que explica por qué hoy en día se le da tanta importancia al deber de memoria. Así, los grupos de víctimas llevan en su identidad un trauma que debe ser reconocido para que puedan encontrar serenidad.

En esta dinámica, según François Dosse, entramos en la era de la “conmemoritis”, conmemoramos todo, conmemoramos tanto que olvidamos lo importante. Ya no se trata de conocer la historia, sino de luchar por ver quién es más víctima que el otro. La historia une, la memoria divide. Como resultado, las tragedias se banalizan y hoy en día se trata de ver qué grupo ha sufrido lo peor. Pero, ¿podemos realmente obtener una respuesta a esta pregunta?

En cualquier caso, teóricamente, deberíamos poder comparar. De hecho, ¿qué mejor manera de realizar un análisis comparativo que a través de cifras? Así, observamos que, si intentamos determinar cuál es la peor guerra de la historia, la Segunda Guerra Mundial suele aparecer en primer lugar, debido a su estatus de guerra más mortífera con una estimación de 60 millones de víctimas.

Aunque esto puede parecer una respuesta satisfactoria, hay conflictos que, si bien no han causado tantas muertes, han sido más devastadores en su contexto. Por ejemplo, estudios de la University College de Londres de 2019 revelan que entre 1492 y 1600, las consecuencias directas e indirectas de la colonización de América provocaron la muerte del 90% de la población indígena, es decir, aproximadamente el 10% de la población mundial de la época, una cifra muy superior al 2% causado por la Segunda Guerra Mundial. El error es evidente: en 1939, la población mundial era de 2200 millones, mientras que en 1500 era de aproximadamente 500 millones. Un evento catastrófico es más propenso a causar más víctimas en un mundo más poblado.

Debido a este ejemplo, estamos tentados a utilizar proporciones para comparar eventos a diferentes escalas. Sin embargo, esto rápidamente plantea preguntas. Por ejemplo, en términos proporcionales, según algunas fuentes como Wikipedia, las invasiones mongolas del siglo XIII parecen ser las peores, habiendo causado la muerte del 11% de la población mundial de la época. Pero, ¿de qué escalas estamos hablando realmente? Si consideramos que estas invasiones ocurrieron durante un período prolongado, hasta el siglo XV, la perspectiva cambia. Así, si reducimos la escala a un solo país, la guerra de 1864 entre Paraguay y la coalición formada por Brasil, Argentina y Uruguay sería la más devastadora, con aproximadamente el 60% de la población paraguaya diezmada. Las cosas entonces se vuelven confusas: si este porcentaje se hubiera aplicado a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, 11 millones de ellos habrían sido asesinados en lugar de 6 millones. ¿Por qué, entonces, esta guerra en Paraguay es tan poco mencionada? La respuesta es simple: las proporciones no siempre son útiles para una cuestión que depende del contexto, la época, la escala, la duración y, especialmente, la mediatización.

Si en un accidente de coche con dos pasajeros, uno de ellos muere, no diríamos que el 50 % de la población del coche falleció, como si 40 millones de alemanes hubieran muerto durante la Segunda Guerra Mundial. Esta confusión común es explicada por la ley de los grandes números, demostrada por Bernoulli en el siglo XVIII.

Esta ley explica que, en el ámbito de las probabilidades, cuanto más se repite un experimento, más se acerca la realización de un evento a su probabilidad teórica, y cuanto menos se repite, mayor será la variabilidad. Por ejemplo, si lanzamos una moneda 10 veces, esperamos obtener 5 caras, pero no sería sorprendente obtener más de 7. En cambio, si lanzamos una moneda 1000 veces, la probabilidad de obtener al menos 700 es casi nula. Esto nos muestra por qué usar proporciones para comparar conflictos favorece guerras en países pequeños o muy antiguos, lo que hace que esta herramienta no sea del todo fiable. De esta manera, vemos que, aunque podemos emplear diferentes herramientas matemáticas para intentar comparar estas crisis, la mayoría de las veces generan dudas y no proporcionan una respuesta consistente.

Así, comprendemos un aspecto clave de las matemáticas: existen cosas que no son cuantificables. En efecto, podemos perfectamente hacer estadísticas y ver cómo diferentes guerras o crisis han sido más destructivas que otras, pero el trauma de los grupos de víctimas no puede expresarse con un número. En realidad, cada trauma es singular, diferente en cada caso y contexto, y tratar de categorizar en función de un dato como el número de muertos equivale a generalizarlo y banalizarlo. De este modo, una simple comparación nunca podrá hacer justicia al sentimiento, y los números no tienen la capacidad de expresar el duelo y el sufrimiento de las víctimas. Entonces, aunque tengamos la impresión de poder comparar y que comparando un análisis puede parecer pertinente, la realidad es que esto puede terminar teniendo efectos negativos sobre la memoria y el reconocimiento de las tragedias.

Además, esta competencia victimaria no solo es un obstáculo para el deber de memoria, sino que también afecta el trabajo de la historia. De hecho, cuando nos concentramos, como sociedad, en conmemorar a los grupos victimarios que exigen reconocimiento y compiten entre ellos por tener la peor tragedia, olvidamos lo que importa, olvidamos el objetivo de la historia. Porque, en realidad, la historia es una ciencia humana que busca relatar los acontecimientos del pasado con el propósito de tratar de explicar el presente. De esta manera, comparar las memorias de estas tragedias se hace en detrimento de la historia y se convierte en un obstáculo para el progreso de esta disciplina.

Por ejemplo, el Estado francés ha establecido leyes memoriales para legislar sobre temas sensibles con el fin de rendir homenaje a las víctimas, como la prohibición de negar el Holocausto. Sin embargo, estas leyes han sido criticadas debido a su naturaleza anticientífica, ya que las ciencias se basan en el principio de que sus afirmaciones pueden ser refutadas. Así, el Estado impone una memoria como verdad absoluta y dicta cómo debe escribirse la historia, cuando en realidad esta, como ciencia, se renueva constantemente. Se habla entonces de una tiranía de la memoria, que va en contra de los intereses de los historiadores, quienes ven su trabajo limitado. Por lo tanto, en lugar de comparar estas tragedias y dar a la memoria un lugar central, debemos centrarnos en comprenderlas y analizar en qué medida pueden explicar fenómenos de nuestro mundo, para alcanzar el verdadero sentido de la historia.

Hemos visto que, en la actualidad, los medios de comunicación y los grupos tienden a comparar diferentes situaciones traumáticas a través de análisis numéricos. Esto forma parte de un fenómeno llamado competencia victimaria. Sin embargo, hemos entendido que estas estadísticas no son completamente fiables y, en la mayoría de los casos, terminan manipulando nuestra percepción de un conflicto y banalizando el trauma de las víctimas. No se trata, pues, de afirmar que las estadísticas son inútiles o que debemos ignorarlas por completo, sino de entender su uso perverso y comprender que no debemos confiar ciegamente en un análisis solo porque presenta números.

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