En los últimos días, Costa Rica ha sido testigo de una creciente ola de violencia que golpea con fuerza a los sectores más vulnerables de la sociedad: nuestras personas jóvenes y adolescentes. Lejos ser una percepción aislada, las cifras respaldan la preocupación de muchas personas en las comunidades. Las balaceras en barrios que antes eran tranquilos, la proliferación del narcomenudeo cerca de centros educativos, y los casos de personas reclutadas por estructuras criminales ya no son excepciones, sino parte de una realidad cotidiana que duele y alarma.

De acuerdo con el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) el número de víctimas ascendió a 370, superando en siete casos la cifra registrada a esta misma fecha en 2024. Entre las personas fallecidas se encontraban 20 jóvenes y 5 menores de 12 años. Uno de los grupos más golpeados por esta violencia fue el de los jóvenes, quienes representaron el 36% del total.

El narcotráfico y la drogadicción están penetrando nuestras comunidades con una fuerza nunca antes vista, el consumo de sustancias entre adolescentes va en aumento y, con él, las historias de abandono escolar, violencia doméstica, y pérdida de proyectos de vida. Mientras tanto, muchos jóvenes —particularmente de zonas rurales o urbano-marginales— enfrentan un futuro incierto, atrapados entre la falta de oportunidades y la tentación del dinero fácil que ofrece el crimen organizado, esta combinación está generando una tormenta perfecta que el país no puede seguir ignorando.

La violencia física en nuestras calles ha dejado de ser algo lejano para convertirse en parte de la cotidianidad, personas jóvenes que apenas superan los 13 o 14 años portan armas, participan en enfrentamientos armados y viven con el riesgo constante de ser víctimas de ajustes de cuentas o venganzas. El crimen organizado los ha convertido en carne de cañón, en herramientas para ejecutar sus intereses. Pero la respuesta del Poder Ejecutivo ha sido, hasta ahora, tibia, lenta y claramente insuficiente.

No se trata únicamente de más policías o de reformar leyes penales. Se trata de una respuesta integral, valiente y urgente que reconozca la magnitud del problema y actúe en consecuencia. La seguridad no puede depender solo del castigo, sino también de la prevención, la educación y la inversión social. ¿Dónde están los programas comunitarios para rescatar a personas jóvenes en riesgo? ¿Dónde están los recursos para fortalecer la salud mental, el deporte, la cultura y la inserción laboral juvenil? ¿Dónde están las decisiones políticas valientes que prioricen la vida sobre el cálculo electoral?

El presidente Rodrigo Chaves no puede seguir gobernando como si la situación estuviera bajo control, el puesto le ha quedado grande, no es capaz de liderar una respuesta firme frente a esta crisis que amenaza con llevarse a toda una generación. Gobernar no es solo hablar fuerte ni señalar enemigos, gobernar es asumir responsabilidad y proteger a quienes más lo necesitan, especialmente a las juventudes que hoy se sienten abandonadas y sin esperanza.

Costa Rica no puede perder más tiempo, la responsabilidad del Estado única debe actuar ya. Es hora de recuperar las comunidades para la vida, de devolverle a las juventudes el derecho a soñar y crecer sin miedo. Y para eso, se necesita voluntad política, empatía social y, sobre todo, acción efectiva.

No estamos hablando de estadísticas frías. Estamos hablando de rostros, de nombres, de futuros que se apagan cada día ante la indiferencia oficial. Que esta generación no tenga que recordarnos en el futuro como las personas adultas que no hicieron nada mientras ellos caían.

¡Actuemos por la paz!

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