En su obra Cómo funciona el fascismo, el filósofo estadounidense Jason Stanley aborda un conjunto de ideas que, en su criterio, constituyen la columna vertebral de los regímenes fascistas. El autor, hijo de refugiados judíos que huyeron de la amenaza nazi en Europa, advierte desde la introducción del texto cuál es su objetivo: brindarle a la sociedad contemporánea herramientas conceptuales claras para reconocer, en el marco de las discusiones políticas en democracia, a quienes intentan utilizar una retórica fascista.

El libro en cuestión no es, de ninguna manera, el primero que busca alertar sobre los peligros del fascismo. Ya Umberto Eco, en 1995, había dado su célebre conferencia “El fascismo eterno”, en la Universidad de Columbia. Casi cincuenta años antes, Orwell advertía, a través de su distopia 1984, sobre los riesgos de gobiernos represores, hiper vigilantes y totalitarios. Su valor académico y discursivo radica, sin embargo, en que busca mantener vigente la idea de que el fascismo es una amenaza cíclica, precisamente porque consiste en una estrategia efectiva para reunir un importante apoyo popular y para concentrar poder político.

Stanley reconoce, en la hoja de ruta del fascismo, diez conceptos o estrategias fundamentales que deben identificarse:

  • El uso de un “pasado mítico” para evocar en sus seguidores una nostalgia por tiempos de mayor gloria religiosa, racial, cultural o incluso jurídica.
  • El empleo de la propaganda como herramienta para la difusión masiva de sus ideas.
  • El rechazo del intelectualismo, procurando el ataque sistemático al sistema educativo y a los centros de pensamiento que impulsen el pensamiento crítico y el debate informado de ideas.
  • El reemplazo de la realidad y la verdad con sentimientos de desconfianza, miedo y odio hacia los hechos objetivos (es decir, una suerte de posverdad).
  • La existencia de una jerarquía a partir de la cual se justifique y legitime un dominio y poder incuestionable.
  • Un discurso victimista que permita al grupo dominante y a sus seguidores expiar las culpas y problemas universales de la sociedad en sus enemigos.
  • Una retórica de “ley y orden” que busca dividir a la sociedad entre ciudadanos legítimos (nacidos en su propio país, con un color de piel, creencia religiosa, orientación sexual y demás características deseadas) y no legítimos, promoviendo la criminalización del ser y no del hacer.
  • La alimentación de una atmósfera de ansiedad sexual que profundice las divisiones a lo interno de la sociedad, procurando siempre una reivindicación de los ideales de familia y género tradicionales.
  • La ominosa predicción de que el estado actual de la sociedad nos conduce a un futuro de “Sodoma y Gomorra” (volviendo necesario restaurar los valores tradicionales y conservadores).
  • La glorificación del trabajo como mecanismo para alcanzar la libertad, afincada en la noción de que los enemigos son vagos y viven de la generosidad del Estado.

Leyendo la obra de Stanley, es inevitable trazar paralelismos con la realidad que enfrentan múltiples democracias actualmente. En Europa, el discurso fascista ya no se funda, como ocurrió en Alemania antes de la Segunda Guerra Mundial, en la amenaza judía. Su enemigo actual es la población migrante, desplazada con frecuencia de territorios en permanente conflicto bélico, socioeconómico o incluso natural (a propósito de los efectos del cambio climático sobre los patrones de migración). En Estados Unidos, se han profundizado las dicotomías en una sociedad ya dividida, de la mano de un discurso de odio hacia la población migrante latinoamericana y hacia un rechazo de la diversidad, equidad e inclusión).

Me detengo acá para admitir algo que para este punto debería ser obvio. Este artículo va dirigido para el sector de la población que considere fundamental preservar la democracia como modelo de gobierno; a quienes aprecien las libertades individuales y colectivas, el mantenimiento del Estado de Derecho, el respeto a las instituciones democráticas y los valores de tolerancia mutua y dignidad humana. Mis palabras no son para quienes se reconozcan como orgullosos simpatizantes de políticos y gobernantes que adopten retóricas fascistas, ni a quienes disfruten ser asfixiados por una bota gigante que aplaste sus derechos, bajo la justificación de que es el control necesario para erradicar a los otros.

Para todas aquellas personas que se consideren demócratas (como yo), deseo plantearles la misma pregunta que llevo ya un tiempo haciéndome en mi cabeza. ¿Estamos haciendo lo suficiente para detener el avance del fascismo? ¿Somos capaces de reconocer, en nuestros círculos de convivencia, la presencia de las señales de alerta que nos advierte Stanley? ¿Hemos confundido la apatía que nos genera la política con una resignación colectiva hacia un futuro que consideramos inevitable, de desaparición de derechos, represión de ideas, discriminación sistemática y discursos violentos de odio?

Quizá creímos que la amenaza del fascismo era cosa del pasado. Dejamos de prestar atención a las señales de un creciente apoyo popular hacia ideas autoritarias. Tal vez damos por sentados derechos cuya conquista no contribuimos, como generación, a establecer.

Creo que el nuevo auge de las ideas fascistas nos tomó aletargados, y ya los tenemos en la cocina. Pero rechazo, con más angustia que esperanza, la noción de que sea demasiado tarde. A quienes deseemos la preservación de ideales democráticos nos corresponde asumir una responsabilidad individual y colectiva. Individualmente, debemos retomar la importancia del intercambio de ideas, del debate y del pensamiento crítico, aunque ello implique cenas incómodas con nuestros seres queridos. Es imperativo fracturar la penetración constante de propaganda que desinforma, y combatirla discursivamente en espacios físicos y virtuales. Tenemos que hacerlo desde las distintas plataformas con las que contamos: publicaciones en redes sociales, podcasts, música, cine, arte gráfico. En lo colectivo, como lo señala Gabriela Arguedas, debemos construir acuerdos mínimos, y dejar de lado divisiones ideológicas.

Dejar que la democracia se escape de nuestras manos es un error que no podemos permitirnos, en nombre de quienes lucharon por establecerla universalmente, de quienes murieron en los espacios en los que logró ser suplantada, y de quienes aún no han nacido. Cuando el fascismo tocó a mi puerta, estaba despierto.

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