En 1893 se suscitó en Costa Rica una áspera polémica entre el escritor español Juan Fernández Ferraz y el redactor del periódico Unión Católica, José María Sánchez. Discutían acerca del suicidio, las consideraciones recientemente emitidas por la Iglesia Católica al respecto y, en especial, sobre la muerte de un sobrino de Fernández Ferraz, a quien se le calificó inicialmente como suicida.

Eran los fines del siglo XIX y el debate público llegaba a niveles de estridencia y violencia que hoy harían empalidecer a los tuiteros más furiosos. La gente, por ese tiempo, se batía en duelo por la troleada más anodina. O sea, tirarse chanzas en una columna era una cosa realmente seria. Y en ese contexto, Fernández Ferraz publicó un artículo donde proponía que la Iglesia no hacía más que inspirar odio y encono contra las cenizas de los suicidas y donde enfatizaba que su sobrino, lejos de haberse quitado la vida, había muerto asesinado.

Unión Católica, que ya de por sí le llevaba tirria al profesor Fernández Ferraz, respondió con un alegato furioso en el que ponía en entredicho su integridad moral y su fe. La Iglesia, hay que aclararlo, era en esos años muchísimo más beligerante y, entre otras cosas, tenía una posición particularmente severa a propósito del suicidio: se asociaba con un pecado mortal. Los liberales, con todo, tampoco era que tenían apreciaciones particularmente civilizadas: en 1894 la Prensa Libre reprodujo un artículo del célebre escritor español Kasabal, donde hablaba del suicidio como un acto de cobardía.

Conforme avanzó el siglo XX, quitarse la vida se volvió, digamos, un acto más público y, si se quiere, espectacular. En 1948, por ejemplo, un abogado se lanzó desde la cúpula de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y, según la prensa, su puesta en escena fue presenciada por varias decenas de turistas. En los 50, no era raro toparse con noticias que hablaban de policías que atendían intentos de suicidio en los altos rascacielos. Y se hablaba, también, de oleadas de suicidios en China como resultado de la campaña comunista.

En los años 70 en Costa Rica se advertía de la existencia de una epidemia de suicidios relacionada con el consumo de guaro de contrabando y la exposición a agroquímicos. Medio siglo después, según datos del ministerio de Salud, en Costa Rica contabilizaron 1984 fallecimientos por suicidio (del 2018 al 2022) y solo en el 2023 se registraron 3959 intentos.

Cada año en el mundo 726 000 personas se quitan la vida y muchas más intentan acabar con ella. Numerosos autores han reflexionado acerca de este fenómeno a lo largo de los siglos. Terapeutas y profesionales de la salud han desarrollado modelos teóricos y protocolos para su comprensión y su prevención. Sociólogos, filósofos, teólogos, psiquiatras, escritores han dedicado extensas páginas a este tema. Y, sin embargo, un acto tan terrible y tan dolorosamente frecuente sigue siendo pregunta, problema y tabú.

En el más reciente episodio de La Telaraña, el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña, precisamente, conversó con el médico Marco Boza y el dramaturgo Bryan Vindas en relación con este fenómeno, sus determinaciones y sus abordajes desde la ciencia y el arte. El suicidio, como mencionó el doctor Boza, a través de los siglos ha sido considerado desde un acto heroico hasta un acto aberrante, aunque, quizás, lo único certero es que se trata de un fenómeno social que tiene consecuencias que superan al individuo. Bryan Vindas coincidió en ese punto y agregó que el suicidio es, ante todo, un hecho político.

Existe, sin duda, una relación entre la vergüenza social y el suicidio. La polémica de 1893 de Fernández Ferraz y Unión Católica es un buen ejemplo de ello. Jurgen Ureña mencionó que, en el contexto actual de exposición y publicidad paroxísticas, el suicidio a menudo se convierte en una consecuencia trágica a la que se ven empujadas muchísimas personas heridas. Y está de más decir que, en efecto, las redes sociales hoy son la gran memoria de la vergüenza.

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