Ayer se jugó la final entre la Liga y el Herediano, y nos venden que se trata de una "fiesta de fútbol". Más que una celebración, fue un reflejo de todo lo que está mal en nuestra sociedad. En lugar de dar un espectáculo futbolístico, la final se transformó, como es usual, en actitudes que desnudan problemas más profundos.

Lo triste es que no es la primera vez que pasa, y no será la última. Vivimos en un déjà vu constante: el fútbol termina siendo un espacio donde las peores actitudes se normalizan. Afuera, todo se resume en memes, stickers, y una tibia indignación de algunos que dura hasta que el próximo torneo vuelve a empezar.

Es un problema profundamente cultural. Aunque la violencia sea "solo", o en su mayoría, entre hombres, no deja de ser una manifestación de machismo puro y duro. Es el machismo que enseña que demostrar agresividad es más importante que la habilidad. Es la misma mentalidad que hace que un partido de fútbol se convierta en una guerra simbólica donde ganar es lo único importa. Esa mentalidad, que muchos defienden como "pasión por el fútbol", en realidad es parte de un problema más grande: la normalización de la violencia como una forma válida de resolver conflictos.

Y esto se refleja en todos los aspectos del fútbol. No solo los jugadores se provocan y enfrentan tal cual boxeo; los entrenadores incitan y justifican lo injustificable, la permisividad arbitral y las gradas que se llenan de insultos y agresiones. Lo más preocupante, no es el hecho puntual, pero la aceptación colectiva. Todos lo permitimos: los directivos que no toman medidas, los medios que se enfocan en el morbo, y nosotros, los que vemos este espectáculo sin exigir un cambio verdadero.

Como alguien que comparte apellido con un jugador cuya polémica parece eclipsar cualquier posibilidad de talento futbolístico, no puedo evitar sentir una mezcla de vergüenza y frustración al ver cómo estas actitudes se convierten en el centro del espectáculo.

Es particularmente duro vivir esto con niños. Viendo el partido con mis sobrinos, me preguntan cosas como: “¿Por qué se pelean?”. ¿Qué les decimos? ¿Que así es el fútbol? ¿Que es normal? Mi mamá ríe, es de otra generación, pero es difícil explicar que lo que vieron no es aceptable. Pero la verdad es dura: lo que pasa en el fútbol refleja lo que pasa en nuestra sociedad.

Decimos que el fútbol es parte de nuestra identidad nacional, pero, ¿qué dice de nosotros este tipo de espectáculos?

La culpa es de todos: de los jugadores que confunden intensidad con agresión; de los entrenadores que ven el juego sucio como estrategia; de los árbitros que lo permiten; de los directivos que priorizan la taquilla; de los medios que aman la polémica, y de nosotros, los que respiramos fútbol, que toleramos y seguimos alimentando el sistema con nuestro consumo. No es que esto solo existe en la cancha o en las gradas, en el fondo, es en nuestra cultura que permite que estas actitudes prosperen.

El fútbol costarricense necesita urgentemente un cambio. No basta con campañas publicitarias o sanciones a unos cuantos; hace falta un esfuerzo colectivo para recuperar lo que representa el fútbol. Necesitamos entrenadores que modelen conductas adecuadas, jugadores que entiendan que su comportamiento es emulado por miles, y una afición que apoye sin caer en la violencia.

Hoy fue la final, pero no fue el final del problema. Si seguimos así, las futuras generaciones crecerán creyendo que esto es normal. Pero no tiene por qué serlo. El fútbol nos da una lección: siempre hay tiempo para cambiar el juego, pero necesitamos voluntad. Por ahora, seguimos en el mismo ciclo, atrapados en la final que nunca termina.

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