Plaza del Sol hoy es el sitio donde veo a la gente que antes veía en el pretil. A Flaco, el conserje de Generales que estudiaba Filosofía fumaba Derby Duro y que una vez me mandó a leer a Franz Fanon. A la chica rubia de Ingeniería de la que estuve enamorado y a la que apenas le lancé sonrisas inseguras en los pasillos. O al mae con el que hice la tesina. O a los compañeros escasamente memorables que repetían Cálculo por enésima vez.

Envejecer va un poco de eso: sorprenderse de los cambios ajenos y hacerse el de la vista gorda con los cambios propios. El mae mechudo que jugaba hacky y fumaba mota es ahora un mae calvo y barrigón, con atuendo business casual, que bebe café y come queque seco a media tarde. Es decir, el mae mechudo que jugaba hacky y fumaba mota es exactamente igual a mí. Pero me hago el mae.

Los centros comerciales suelen ser el ámbito de lo insustancial. Todos los elementos insignificantes y, a la vez, fundamentales que sostienen los mecanismos de nuestra cotidianidad se encuentran allí. Plaza del Sol sería eso simplemente, un lugar donde uno va a comprar papel de regalo, pasta de dientes o pastillas para la colitis, de no ser por el quiosquito que está frente a Automercado. O mejor dicho, de no ser por el queque seco de ese quiosquito.

El lunes pasado, Jurgen Ureña (cineasta), Isabel Campabadal (chef) y Adam Karremans (biólogo) conversaron en el programa radial La Telaraña acerca de la vainilla. Hablaron sobre el poderoso impacto que tuvo el descubrimiento de la vainilla por parte de los europeos. Hablaron sobre los misterios que rodean su cultivo y su polinización. Y hablaron, por supuesto, sobre el uso de la vainilla en la gastronomía.

Es ampliamente conocido que el sabor de la vainilla es el más común del mundo. Alguien podría considerar, incluso, que se trata de algo baladí. Sin embargo, en la Costa Rica de las presas y las prisas no existe una combinación con tanto potencial hedónico como la de queque seco con helado de vainilla y café a media tarde. Es más, independientemente de los criterios nutricionales, todo el mundo debería consumirlo con sus amigos, aunque sea una vez a la semana.

Madame Pompadour, según se mencionó en La Telaraña, empezó a agregar vainilla a su dieta cuando intentó recuperar el amor del rey Luis XV de Francia. Y Jefferson, al parecer, enloqueció con los postres franceses de vainilla y por esa razón ideó una receta de helado de vainilla que se popularizó enormemente. Es cierto que nuestro queque seco con Vainol y nuestro helado Dos Pinos saborizado artificialmente, dista muchísimo de acercarse a la sofisticación de los postres franceses del siglo XVIII.  Sin embargo, bastan para aliviarnos los rigores de una vida donde ya no tenemos chance de pasarnos el día entero en el pretil.

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