La discusión sobre la institucionalidad

Nuestro país se encuentra polarizado en la discusión sobre el respeto a la institucionalidad: el gobierno y quienes lo apoyan manejan un discurso en contra de las instituciones públicas, el Poder Judicial, el Poder Legislativo, la Contraloría General de la República, las universidades públicas, y contra las personas que laboran en ellas.

El argumento central del Ejecutivo es que las instituciones públicas son ineficientes y corruptas, y sus trabajadores unos vividores del estado y por tanto las instituciones deben ser atacadas en todas sus formas. Así justifica las agresiones verbales contra personas que trabajan en esas instituciones, como jueces, contralora, diputados, y rectores.

Por otro lado, gran parte de la ciudadanía clama por el respeto a la Constitución, al estado de derecho, a la división de poderes y a las leyes que le dan soporte a la institucionalidad. Esta, efectivamente, debe defenderse desde el derecho, pero también hay razones prácticas y cotidianas, por las cuales la institucionalidad costarricense merece ser defendida. Veamos.

Los aportes de las instituciones públicas

Cuando pensamos en la institucionalidad, a menudo la asociamos con burocracia ineficiente y con una maraña de regulaciones que paralizan el desarrollo. Esa incomodidad a veces hace que se nos olvide el aporte que realiza la institucionalidad pública en la provisión de servicios y en la regulación de las relaciones sociales. Nuestra institucionalidad nos proporciona servicios como agua potable, electricidad, telefonía, salud, educación, construcción de carreteras, recolección de basura y muchos más, que forman parte de nuestra vida diaria. Quizá nos hemos acostumbrado a estos aportes y simplemente los damos por sentado. ¿O ya no?  ¿Por qué lo que antes eran certezas, ahora son incertidumbres?

El papel de la institucionalidad en la regulación de las relaciones sociales quizá no lo vemos tan cercano, tan cotidiano, pero es necesario para la convivencia pacífica, para evitar el deterioro ambiental, para adaptar el marco legal a las nuevas necesidades sociales, y para evitar los abusos de quienes ejercen el poder político.

Hasta hace poco dábamos por sentado que podíamos salir a la calle y transitar con tranquilidad. Podíamos denunciar a los malhechores y defendernos de los abusos del gobierno, expresarnos libremente. Había credibilidad en los organismos de control del estado, como la Contraloría General de la República. En cuanto a la construcción de las leyes, a pesar de las críticas, en la Asamblea Legislativa se llegaba a acuerdos entre fracciones, acuerdos con el Ejecutivo y el resto de la institucionalidad, acuerdos con la sociedad civil. Sin embargo, ahora la violencia ha empezado a sustituir a la convivencia. Esa sustitución tiene nombre y apellido, Costa Rica lo sabe.

Descontento con la institucionalidad

La institucionalidad pública costarricense ha creado las condiciones que han permitido vivir en paz y con bienestar a la gran mayoría de la población. Sin embargo, hay amplios sectores para quienes la institucionalidad ha quedado debiendo. Hay poblaciones que no reciben el agua potable con regularidad. Las listas de espera en la CCSS están cada día peores. La calidad de la educación está en franco deterioro. El sistema judicial es lento y no necesariamente cumple con las expectativas de las víctimas. Las noticias sobre hechos de corrupción en el sector público también han causado descontento.

Muchas de los problemas anotados se pueden resolver dentro del diseño institucional, con mejor gestión y con voluntad política para asignar los recursos económicos necesarios. Se debe invertir en acueductos, contratar más médicos, más jueces, mejorar la calidad de la enseñanza, entre otros temas, y, ante todo, se debe manejar los recursos públicos con eficacia y probidad.

Las últimas administraciones venían sobre ese camino. Se pagaron deudas históricas a la CCSS, y se redujeron las listas de espera, avance lamentablemente interrumpido por la pandemia, y que este gobierno no continuó. Se generaron y financiaron proyectos de acueductos para resolver el problema de agua de Hatillo, y solucionar el suministro de agua de la Gran Área Metropolitana y de poblaciones costeras. Este gobierno frenó importantes inversiones, como Orosi II.

Nos aproximamos a la meta de la inversión del 8% del PIB en educación, pero este gobierno la redujo a menos del 5%. Con un gran costo político se aprobó un plan fiscal que, si bien imperfecto, permitiría la estabilidad macroeconómica sin recortar la inversión social, algo que no se ha cumplido en esta administración. En este gobierno ha faltado muchísima capacidad de gestión, pero, ante todo, ha faltado voluntad política. Por eso pasamos de la certeza a la incertidumbre.

La ruta contra la institucionalidad

El discurso que ha instalado el gobierno en la mente de muchas personas es que la institucionalidad no sirve, no deja gobernar, y de ahí su escasez de resultados. Por otra parte, el propio gobierno ha realizado múltiples acciones u omisiones, como las ya mencionadas, para que la institucionalidad no funcione. Esto puede obedecer a al menos cuatro razones:

  1. Incapacidad para gobernar, lo que obliga a transitar por la “Ruta de las Excusas”.
  2. Intento deliberado de aumentar el descontento con la institucionalidad y capitalizarlo a su favor, culpando a otros, para perpetuarse ellos en el poder.
  3. Justificar la privatización de los servicios, convirtiendo los derechos ciudadanos en negocios para unos pocos amigotes
  4. Todas las anteriores.

Muchas personas han creído el discurso que pone a los trabajadores públicos como “vividores del estado”. A quienes así piensan, piénsenlo dos veces cada vez que abren el tubo y sale agua potable, que encienden la luz, que les atienden en un EBAIS, cuando lleven a sus hijos a la escuela, donde además de educación recibirán alimentación, cuando transiten por calles asfaltadas e iluminadas, cuando vean a la policía vigilando nuestras comunidades, cuando alguien recolecta la basura o cuando disfrutan de nuestros parques nacionales. Estas cosas no se hacen solas, detrás de ellas hay personas que trabajan en la institucionalidad.

Por otra parte, el diseño institucional basado en el sistema de pesos y contrapesos, que tanto le estorba al gobierno, impide el abuso de autoridad y protege a las personas y a las empresas. Impide que los dineros públicos se asignen “a dedo” como quisiera el presidente. Pone freno a actos ilegales por parte de las autoridades. Permite, en síntesis, que funcione la democracia. De ahí el intentar saltarse la institucionalidad con la fallida “Ley Jaguar”, el llamar “dictadura perfecta” a un sistema que pone freno a la ilegalidad, las ocurrencias y las chambonadas de un gobernante que, como el actual, no conoce las reglas de su oficio, y el calificar como “persecución política” las legítimas acciones de la fiscalía en el llamado “Caso Barrenador”.

En conclusión, la institucionalidad democrática debe defenderse porque nos garantiza vivir en paz y en libertad, y a su vez nos defiende de los desmanes del poder político. No la perdamos.

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