En su sugestivo libro, El Corazón de la República: avatares de la virtud política, Helena Béjar [1956-2023] reflexiona, histórica y filosóficamente, en los presupuestos ideológicos y prácticos que acompañan cierto diseño constitucional del poder, la República. En este, lo público -la res publica- es una preocupación compartida por todos los integrantes de la comunidad política, quienes, por ende, deben de estar en una condición de igualdad política. Como dice la vigente Constitución Política de la República Oriental del Uruguay en su artículo primero “La República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio”. La República representa a la totalidad de la comunidad política enfocada en el ejercicio adecuado de lo público.
De acuerdo con esta concepción constitucional, un poder tan vasto atribuido a la ciudadanía debe ir acompañado de un diseño específico del alma de sus miembros, que ha de estar orientada hacia la protección y la búsqueda del bien común. La preservación de la virtud cívica en la ciudadanía se convierte así en un problema constitucional central de la República, que no debe resolverse con moralina, sino mediante un andamiaje institucional de mecanismos educativos y prácticos.
Ejemplos históricos de este andamiaje son la promoción de la memoria sobre eventos y figuras históricas que sirven como modelos de conducta, al tiempo que interconectan emotivamente a una comunidad política a través del tiempo. Además, se fomentó la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre los problemas comunes, se apoyó la preservación de cierta igualdad material entre los miembros de la comunidad y se promovió una vida frugal entre quienes ocupan cargos de autoridad.
Los enemigos de la República, por su parte, son bien conocidos. El primero es Cesar, la tiranía, o sea, el gobierno despótico y opresivo de uno. El segundo es la oligarquía, la cooptación del gobierno por parte de un grupúsculo autonomizado del resto de la ciudadanía gracias a su poder. Las Repúblicas pueden perecer en manos de estos enemigos si se encuentran debilitadas, en especial cuando su corazón, la virtud cívica, está enfermo. Esto ocurre cuando las vidas y espíritus de sus integrantes se enfocan sólo en el autointerés, el egoísmo y la satisfacción de placeres individuales, resultando en una ciudadanía apática hacia lo público o, peor aún, corrupta.
En la tradición filosófica occidental, se han distinguido dos modelos ideales de República: el elitista, representado por Roma y Esparta, y el modelo popular, inspirado en la breve e inestable democracia ateniense.
Según explica Béjar, la República resurgió en la modernidad occidental tras muchos siglos de estar casi ausente. Sin embargo, esté renacimiento contuvo en su seno una tensión esencial. Las sociedades que añoraron esta forma constitucional de organizar el poder, también cultivaron ideologías y prácticas que la enfermaban. Mientras la vida económica de las sociedades se fundamentaba en los presupuestos ideológicos del capitalismo industrial, la República seguía exigiendo, con nostalgia, que sus miembros fueran virtuosos, o sea, que priorizaran la búsqueda incorruptible del bien común.
Como señala Hilda Sábato en su texto Las repúblicas del nuevo mundo, el experimento político latinoamericano del siglo XIX, la mayor parte de los ensayos republicanos de la modernidad se dieron en el continente americano (mientras que en Europa predominaban las monarquías). La tensión esencial acompañó la instauración de dichas Repúblicas. Se fundó un equilibrio inestable que finalmente se inclinó hacia las exigencias de vida requeridas por el capitalismo. La ciudadanía quedó relegada a habitar el resabio, las ruinas, de un ideal constitucional empobrecido.
En los últimos siglos de historia occidental, el modelo constitucional republicano se ha vuelto cada vez menos comprensible para las personas. Las instituciones de la República fueron reinterpretadas por las filosofías políticas liberales, que vieron en lo público un espacio de opresión y en los espacios privados el verdadero lugar de la libertad. El mercado, como ámbito privado por excelencia, se convirtió en el símbolo de la libertad moderna. Así, buena parte del liberalismo consideró que la vida pública ciudadana no debía ser promovida activamente por el diseño constitucional y educativo.
Hoy en día, la privatización de la vida parece haber alcanzado dimensiones inéditas. Esto se manifiesta, ciertamente, en el hecho de que las principales formas del poder están en manos de figuras y prácticas propias del mundo empresarial privado. Pero, además, la visión mercantilizada del mundo parece haber permeado buena parte del imaginario de las personas, dejando en desuso otras formas de pensar, valorar y actuar (Michael Sandel explora esta transformación en Lo que el dinero no puede comprar: Los límites morales del mercado).
La serie Succession presenta una visión cruda de la concepción que acompaña esta forma de vida. En una escena simbólicamente potente, el multimillonario Logan Roy afirma “¿Qué son las personas? Unidades económicas. Yo tengo una altura de 100 pies. Las personas son pigmeos. Pero juntas hacen un mercado. […] ¿Qué es una persona? Tiene valores, objetivos… pero se mueve [sólo en] mercados. Mercado del matrimonio, mercado laboral, mercado del dinero, mercado de ideas, [mercado de la política], etc.”.
En la modernidad, el impulso vital de la ciudadanía hacia la vida pública también fue debilitado, apunta Béjar, por la instauración de amplios ámbitos de poder burocrático. La ciudadanía quedó sometida a la máquina estatal, en la que la voluntad y el accionar de los funcionarios públicos le resultaron ajenos e incontrolables. Las personas se transformaron así en ‘usuarios’ de los servicios de un ‘Estado’ que se presenta como separado y lejano a la comunidad política. De esta forma, las cuestiones públicas fueron sacadas de su ámbito de influencia, desestimulando su atención y accionar.
Ambos frentes han drenado de vida, de realidad y sentido, al corazón de la República. Sin las precondiciones institucionales e ideológicas para que una parte suficientemente importante de la sociedad se vislumbre y actúe como comunidad política imbuida de virtud cívica, las estructuras constitucionales republicanas han quedado como los escombros de un enorme edificio, cuya función e historia se presentan cada vez más misteriosas a quienes los visitan. Son, según la notable fórmula del filósofo chileno Fernando Atria, ideas muertas.
Béjar concluye su libro con una sugerencia interesante. Ella cree que, a pesar de todo, las personas siguen preocupadas por lo público, aunque buscan nuevas rutas para encauzar esta inquietud. El ejemplo que analiza es del trabajo comunitario. Es un punto que vale la pena tomarse en serio.
Creo que entre los presupuestos de dichas inquietudes se encuentran varias ideas o intuiciones. A pesar de la ideología que celebra una vida totalmente privatizada, parece evidente que los resultados de las sociedades organizadas bajo el “orden espontáneo” (para utilizar la expresión del libertario Hayek) presentan demasiadas insatisfacciones, defectos y patologías.
Las visiones distópicas del futuro, como la vida humana dedicada al consumo dentro de la nave Axiom, de la película Wall-E; las colonias conducidas por la empresa Weyland-Yutani en la saga Alien; Night City, del animé Cyberpunk: Edgerunners, reflejan la inquietud sobre el porvenir de sociedades ordenadas sólo mediante formas de vida a lo Logan Roy.
Sin embargo, también tenemos el discernimiento profundo de que hay problemas de nuestra vida en común que podrían y deberían ser afrontados directamente como algo que nos es pertinente a todas y todos. Que muchas de esas cuestiones podrían resolverse si nos preocupáramos y trabajáramos en ellas (y no sólo en aquello que beneficia a nuestro propio interés). Que en tanto ciudadanía comprendemos todo esto y que estamos dispuestas y dispuestos a emplear parte de nuestras fuerzas reflexionando y actuando en estos asuntos, si tan sólo tuviéramos rutas factibles y confiables para hacerlo.
Si no equivoco este dictamen, recuperar los ideales demandados por el republicanismo popular podría sentar las bases de una nueva ingeniería constitucional que, acomodada a nuestros tiempos, construya las vías y prácticas que requerimos. Y, tal vez, de ahí brote con nueva vida el corazón de la República.
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