Cada día, las noticias nos recuerdan que sea en periodo bélico o fuera de él, las mujeres siempre se convierten en botín de guerra. Los abusos cometidos en medio de conflictos bélicos, como una especie de venganza contra el enemigo, son inenarrables, y ya existen fallos de la Corte Penal Internacional en ese sentido.

Pero también están las denuncias de las vejaciones cometidas contra las mujeres migrantes, que huyen de sus países de origen por la persecución política, la criminalidad o simplemente, la pobreza que les impide subsistir. Incluso, ni dentro del sistema penal están seguras las mujeres, pues recientemente en un intento de fuga en el Congo, los prisioneros agredieron a las mujeres que estaban en el pabellón femenino, con violaciones continuas por varios de ellos hasta dejarlas sin conocimiento.

Y luego está esa violencia cotidiana que se presenta en muchos hogares, que erróneamente pensamos es un lugar seguro. De eso nos han hablado las noticias en las últimas semanas con el drama de Gisèle Pelicot, una mujer francesa de 70 años que durante una decena fue violada por desconocidos, pues su esposo la drogaba y la ofrecía en la internet a otros hombres. Y ella se enteró porque la policía le mostró los videos que su esposo grababa.

Resulta que Dominique Pelicot se puso a grabar debajo de la falda de una mujer que hacía sus compras en un supermercado; y el guardia de seguridad lo interpeló. El teléfono llegó a manos de la policía y esta encontró allí los videos de las violaciones. Si no es por la denuncia presentada ante la situación en el supermercado (que muchos podrían calificar de inofensiva), no se podrían haber descubierto los abusos cometidos contra Gisèle.

En este contexto adquiere relevancia el hecho de que todos los hombres que rechazaron el ofrecimiento de Dominique Pelicot, no movieron un dedo para denunciar semejante atrocidad. ¿Se pensaba acaso que la señora Pelicot era un objeto que pertenecía a su marido y por ello podía hacer tal ofrecimiento? De nuevo esa complicidad machista que convierte en aliados a los hombres y promueve que las mujeres nos veamos como competidoras o enemigas.

Por esto mismo es vital que todos nos involucremos en el ataque a los constantes abusos de que somos víctimas las mujeres, los niños y las niñas. Es vital, para cambiar la narrativa en torno a los abusos sexuales, que los denunciemos cada vez que se presenten, sea en los espacios públicos o en los privados. Hay que avergonzar a los perpetradores, no reírles sus “gracias” o esconderlas por vergüenza o culpa.

Ahora se está realizando el juicio penal en contra de Dominique Pelicot y todos los violadores identificados. Gisèle, de forma valiente, pidió que el juicio fuera público; pues ella, como víctima, no debe sentir vergüenza. Son sus violadores y su esposo quienes deben dar la cara y sentir vergüenza por sus fechorías.

En casos como este se dispone que, para evitar la revictimización de las personas abusadas, este tipo de procesos se desarrollen de manera privada; pero surge la pregunta de si de esta forma se refuerza la idea de que son las mujeres, los niños y las niñas abusados, quienes deben sentir culpa o vergüenza por lo que les hicieron.

Es en momentos como este donde la frase de Gisèle Pelicot, dicha muchos años antes por otra Gisèle de apellido Halimi, adquiere verdadero sentido: “La vergüenza tiene que cambiar de bando”.

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