En Costa Rica, a fines del siglo XIX, tuvo lugar un curioso enfrentamiento entre León Fernández, director del Archivo Nacional, y Eusebio Figueroa, secretario de Relaciones Exteriores. Uno escribió algo, el otro, al parecer, le respondió con un anónimo colmado de diatribas y calumnias, la cosa fue subiendo de tono, como en Twitter, como en la sección de comentarios de un Facebook Live, y al final, en vez de una querella o un meme obsceno, la cosa resultó en un duelo.

Se agarraron a balazos muy cerca de donde hoy está La Sabana, a las orillas del río Torres, en la finca de Napoleón Millet. Y ganó León Fernández, quien apenas recibió un tiro de chanfle que, si acaso, le afeó la levita.

Cabe decir que el duelo estaba tipificado como delito desde mucho tiempo atrás, desde que nos regían las leyes de la Corona. Pero, más que la condena civil y penal, lo más gravoso, sin duda, era el repudio cristiano: se le consideraba un pecado mortal. Así, quien perecía en un duelo no tenía derecho a la santa sepultura.

Eso, precisamente, le ocurrió a Figueroa: las autoridades parroquiales, en un principio, no autorizaron que el cadáver fuera enterrado en el cementerio de Cartago. Movilizaciones y presiones sociales, en última instancia, provocaron que los curas cedieran y el cuerpo de Figueroa entonces fue inhumado en el mausoleo de la familia Espinach.

Después vino el enojo de monseñor Thiel y su furiosa Carta Pastoral en la que agudamente se preguntaba: “¿acaso recobra uno su honor, que otro le quitara por medio de calumnias y falsas imputaciones, matando en combate feroz a su adversario?”. Y un año después vino la secularización de los cementerios. Y vino, además, la sacada de clavo del hijo de Eusebio Figueroa, quien le propinó un tiro por la espalda a Fernández Bonilla. Y la cosa, digamos, quedó zanjada entre fatalidad, pecado y promesas vagas de un honor recuperado a punta de fuego y plomo.

El mundo, ciertamente, puede dividirse en dos: las sociedades del honor y las sociedades de la culpa. Las primeras, tal y como apuntó el teólogo Diego Soto en el más reciente episodio de La Telaraña, están muy vinculadas al mundo del mediterráneo. Pero están, a su vez, en el Lejano Oriente, en el confucionismo y en aquellos relatos de guerreros samuráis que vagan errantes para salvaguardar el honor y la lealtad hacia su señor.

La culpa, por su lado, se liga a la noción del pecado, a la antigua idea de la deuda impagable. Y justo por eso es tan frecuente en las sociedades occidentales de tradición judeocristiana. El artista visual Roberto Guerrero, quien también participó en ese episodio de La Telaraña, propuso que el pecado, ante todo, atraviesa los cuerpos. Los cuerpos dolientes, invisibilizados y desgarrados de quienes disienten. Y seguramente también los cuerpos murientes, exánimes, los cadáveres que, como Figueroa, desafían desde la eternidad al duelista más implacable.

El cuerpo, como el texto, termina siendo confesión. Y a propósito de ello, Jurgen Ureña, conductor de La Telaraña, evocó al teólogo cristiano San Agustín, autor de un libro titulado Confesiones, y mencionó que el pecado, de igual forma, atañe a lo profano, a lo que es propio de este mundo.

Desde el chocolate al beso furtivo.

Desde las disidencias a las blasfemias.

Desde la concupiscencia hasta la vanidad herida de quien se faja a tiros por un bulo.

El pecado, es cierto, nos hace demasiado humanos. Pero, al mismo tiempo, nos acerca a la santidad.

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