"Tenemos que hablar". Esa frase activa nuestro sistema nervioso. Esperamos lo peor. Nuestra mente viaja al pasado en busca de razones y al futuro en busca de los peores escenarios. Nos cargamos de ansiedad.
Lo cierto es que todas las conversaciones que tenemos los seres humanos son difíciles. Existen múltiples niveles de complejidad en el intercambio de mensajes. No es tan fácil como aquellos dibujos que teníamos en la pared de la escuela describiendo al emisor, al receptor y al mensaje como los tres componentes de la comunicación.
Más bien, la comunicación responde a un proceso que inicia con el pensamiento desordenado de ideas que querríamos comunicar. Luego interviene el proceso de verbalización donde intentamos ordenar el pensamiento por medio de la palabra. Si fuéramos rigurosos, redactaríamos en borrador las ideas, ordenaríamos las palabras, editaríamos las oraciones, las leeríamos en voz alta para corroborarlas y las comunicaríamos una vez que sintiéramos el mensaje listo para emitirlo al receptor.
¿Sería eso más ineficiente que enviar mensajes mal preparados y causar confusión, interpretaciones erróneas, incomodidad, emociones tóxicas y conflictos? No lo sabemos. Pero sí creemos en una mejora continua de la comunicación hacia mayor asertividad y efectividad, esto es, enviar el mensaje de la manera más precisa y con la mayor brevedad de palabras posible.
El cerebro humano es una máquina de identificación de señales. Captamos la vibración de las cuerdas vocales de otra persona en los pequeños huesos de nuestro oído y eso nos permite entender las palabras. Pero eso no garantiza que hayamos comprendido la totalidad del mensaje con todas sus sutilezas. La complejidad es aún mayor si existe alguna discapacidad auditiva o vocal y, por supuesto, también se dificulta cuando las dos personas no hablan el mismo idioma de forma fluida.
Luego está la gran cantidad de mensajes no verbales que el emisor envía al receptor, sobre todo en comunicación presencial. Esto incluye desde gestos muy sutiles de los músculos faciales y movimientos milimétricos de los ojos, hasta la emanación de hormonas a través de nuestra piel y cuero cabelludo. Está claro que algunos de estos mensajes no se perciben en modo virtual. Tal vez por eso es tan difícil mantener la atención cuando escuchamos a otras personas por medio de llamadas digitales, o tanto más placentero conversar con una persona en su presencia física que en su avatar virtual.
Otro nivel de complejidad es la distancia que existe entre acuerdos de palabra y contratos firmados. Ahí intervienen abogados para asegurarse de que cada palabra se interpreta de manera conveniente para sus clientes y no puede ser utilizada de manera contraria por la contraparte en un eventual escenario de incompatibilidad futura. Más complicado todavía en culturas, como la china, donde la firma del contrato sugiere el inicio de la relación y no la obligatoriedad del cumplimiento de lo pactado. Más bien, se acostumbra la práctica de ajustar el contrato sobre la marcha, muchas veces como resultado del incumplimiento.
Por si fuera poco, muchos emisores no conocen bien a sus receptores o interlocutores ni se conocen a sí mismos. Mayor aún es la complejidad en la comunicación política, diseñada para persuadir a otros de nuestras ideas. También existe el mercadeo, que busca convencer a una persona de consumir un producto o servicio. Y la cereza en el pastel es la religión, que interpreta un mensaje que considera de validez y legitimidad absolutas, sobre todo respecto a otros mensajes similares de otras congregaciones o creencias.
Todo esto sirva para abordar, desde la humildad, el grado de desafío ante el que nos enfrentamos cuando conversamos con otra persona en cualquier contexto. Existe una altísima probabilidad de que alguna sutileza inesperada y desconocida del mensaje que emitimos sea interpretado de manera diferente a lo intencionado y que no se nos entienda del todo.
Escuche el episodio 234 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “Conversaciones difíciles”.
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Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.