Alrededor hay más muchachos como él. Quince, dieciséis años a lo sumo. Se sabe observado y evaluado. Para su tranquilidad hay rostros sonrientes, voces que lo animan, teléfonos grabando el espectáculo. El veredicto general es positivo: el más gracioso, el más ocurrente, el más lanzado. Un escalofrío de satisfacción le eriza la piel. Hay que seguir. La víctima está sentada en el último asiento. No ha dejado de mirarlo con desconfianza y miedo. También ríe. Obvio, piensa erróneamente el atacante, estamos jugando, divirtiéndonos. A ver tontín, se burla entonces, vamos a hacerle un video modelando calzoncillos, venga, ¡bájese los pantalones!
La escena anterior, aunque ficticia, se ajusta bien a los casos de acoso entre adolescentes de las últimas semanas. Qué horror, se lamenta la indignada sociedad, ¿cómo es posible? La respuesta es compleja y requiere del aporte de diferentes disciplinas. Aun así, simplificaré —quizás demasiado— el tema enfocándome en un aspecto particular desde las neurociencias. Hablemos del cerebro adolescente y la violencia.
Desplegar cualquier conducta ocurre en respuesta a algo, un estímulo interno o externo. Ahora bien, emitir esa conducta no es inminente. Existen frenos que lo impiden cuando el contexto es inadecuado: nadie se ríe carcajadas por acordarse de un chiste durante un funeral, ni trata de besar a una persona desconocida que va pasando sólo porque la considera guapa (se espera que no, en todo caso), por poner dos ejemplos sencillos.
Ahora bien, uno pensaría que comportarse de una forma o de otra es un acto razonado. Lo es a veces: voy a hacer X porque Y o Z, pero a menudo esas conductas son respuestas automáticas, inconscientes y emocionales. Hablar de conductas, razonamiento y emociones es referirse a intrincados circuitos cerebrales (conjuntos de conexiones entre neuronas de diferentes regiones del cerebro). Por ejemplo, mientras el razonamiento requiere de distintas partes de la corteza cerebral, las emociones están controladas por lo que se conoce como el sistema límbico. Aquí tenemos una situación interesante con respecto al cerebro adolescente. Los seres humanos nacemos con cerebros funcionales pero inmaduros, y esa maduración se completa alrededor de los 25 años. Y no es uniforme. Mientras que el sistema límbico está maduro a los 15 años, la corteza prefrontal necesaria para el razonamiento, la toma de decisiones, los frenos conductuales y el procesamiento de información, termina de estarlo a los 25 años. Así pues, en tanto el sistema que controla las emociones y la búsqueda de placer está plenamente operativo en personas adolescentes, el que permite analizar con cierto detenimiento cada situación y ponerle freno a comportamientos inadecuados no lo está tanto. El resultado: impulsividad, reducido planeamiento futuro, apremiante búsqueda de novedad y de placer inmediato sin pensar demasiado en consecuencias.
¿Cómo se te ocurre?, le recriminan los padres al hijo adolescente, ¿es que no pensaste lo que podía suceder? Lo cierto es que no mucho. Ahora, este fenómeno es normal. La adolescencia es un periodo en que los individuos empiezan a “abandonar el nido”, a enfrentarse al mundo por su cuenta, a integrarse a otros grupos. Es necesario cierto atolondramiento para atreverse a explorar. El problema está en el ambiente en el que ese adolescente se ha desarrollado y se desarrolla. Porque sí, comportarse de una manera o de otra está controlado por el cerebro, pero depende de las reglas y normas aprendidas a lo largo de la vida para manejarse dentro del grupo. Esas reglas y normas representan información que el cerebro incorpora y utiliza como línea divisoria entre hacer y no hacer (para una comprensión más detallada de la relación cerebro, conducta, ambiente y cultura recomiendo el formidable libro de Robert Sapolsky).
En especies sociales como la nuestra, los individuos generalmente no se comportan de formas que les traerán el rechazo del grupo, y si lo hacen es porque suponen que encontrarán la aceptación de al menos algunos integrantes de ese grupo. Así, el comportamiento adolescente —para centrarnos en el grupo que nos interesa aunque lo dicho aplique para todos los grupos etarios— está regulado por lo que han aprendido como respuestas adecuadas en determinados contextos. Agredir a otra persona no se considera recriminable si se ha aprendido que eso es permitido e incluso deseable, como cuando la agresión procura aceptación y estatus entre otros integrantes del grupo (un estímulo sumamente satisfactorio para cualquiera). La línea que delimita la activación del freno se ha corrido para esas personas adolescentes que, como ya se explicó arriba, además presentan mayor impulsividad, menor evaluación de consecuencias, mayor búsqueda de placer y satisfacción y altos deseos de aceptación y reconocimiento entre sus pares. La mezcla es explosiva: se incrementa significativamente la probabilidad de que incurran, toleren y hasta disfruten actos violentos.
¿Y qué se puede hacer? El camino a seguir es “evidente”: aprovechar que durante la adolescencia el cerebro en maduración es sumamente plástico y receptivo a la nueva información y al impacto de ambientes positivos. En vez de no hacer nada para después dizque recomponer a punta de castigo, lo mejor es inculcar desde muy temprano en la vida un profundo respeto hacia los demás (hacia la diferencia de los demás) y un rechazo tajante hacia las agresiones, que la información codificada por el cerebro para establecer el freno de las conductas violentas sea poco permisiva, así muy pocos individuos llegarán a expresar y aceptar la violencia. Básicamente, una buena educación social (reeducación, en el caso de quienes ya incurren en esas conductas). Un reto enorme que involucra a las familias, al sistema educativo y a la sociedad toda, y en el que las personas adultas somos las primeras responsables. Porque recordemos, si un niño o adolescente normaliza y ejerce la violencia, tiene altas probabilidades de seguir siendo violento en la adultez. ¿Será que asumimos el reto? ¿Será iluso creer que se puede?
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