Empecemos con lo obvio: la pobreza atenta contra la salud. Y cómo no, si las personas pobres tienen una alimentación de menor calidad, tienen más riesgo de exponerse a agua y aire contaminados, así como a múltiples formas de estrés. La pobreza conlleva desempleo o trabajos desgastantes con pagos insuficientes, educación nula o de mala calidad, acceso deficiente a servicios de salud y poca o ninguna oportunidad para el descanso y la recreación, entre otras dificultades no menos penosas. Así, la pobreza se traduce en un ambiente hostil que altera nuestro cuerpo, la forma en que trabajan nuestras células, la manera en que se expresa nuestro ADN. Esto significa mayor riesgo de enfermedad y, en muchos casos, una reducción de capacidades. Sí, la pobreza produce marcas biológicas que conspiran contra el futuro de las personas.  

Usemos como ejemplo el cerebro. Es un órgano muy susceptible al ambiente debido a su alta plasticidad (capacidad de cambiar, modificarse y adaptarse en respuesta a la experiencia). La exposición a estímulos como el estrés (íntimamente asociado a la pobreza) puede alterar la conectividad cerebral e incrementar el riesgo de depresión o dependencia a drogas, entre otros trastornos. Incluso sin llegar a desencadenar eventos clínicos, el estrés puede reducir el aprendizaje, la memoria, la percepción de bienestar y la respuesta posterior a más estrés. Esto representa una reducción de capacidades fundamentales para el desarrollo y la funcionalidad. Lo anterior es particularmente cierto para niños y adolescentes debido a que sus cerebros son más vulnerables por estar en pleno proceso de maduración (que se completa alrededor de los 25 años). ¿Y qué pasa con otros factores como la dieta o la contaminación? Algo parecido. Las dietas de mala calidad (bajas en frutas y verduras, altas en azúcares añadidos, grasas saturadas y alimentos altamente procesados) también han sido asociadas con una mala salud mental, lo mismo que la contaminación, los cambios bruscos de temperatura y el sedentarismo.  

El panorama es todavía más desolador porque la pobreza también limita la exposición a estímulos ambientales positivos (la ventaja de la plasticidad es que funciona en ambas direcciones). Las personas pobres tienen más dificultad para incorporar a sus rutinas el ejercicio físico, el contacto social positivo, el aprendizaje de destrezas y la adquisición de conocimientos, la práctica o la apreciación de arte, el contacto inmersivo con la naturaleza, o la alimentación saludable. La ciencia ha demostrado que la exposición habitual a estos estímulos puede potenciar funciones cerebrales y revertir, hasta cierto punto, los cambios provocados por las condiciones negativas. 

Con más exposición a lo que daña y menos a lo que protege o mejora, la pobreza vulnera la salud y el bienestar. Esta agresión queda plasmada en forma de “heridas fisiológicas”: alteraciones que con el tiempo reducen funcionalidad y, en el peor de los casos, disparan el desarrollo de enfermedades. Las personas quedan marcadas no sólo desde el punto de vista social o económico sino también biológico.  

Aquí es necesaria una aclaración: sobran los ejemplos de personas de escasos recursos con buena salud, así como de gente de alto nivel socioeconómico con salud precaria. El resultado final en cada caso depende de numerosos factores como la genética y la compleja interacción de exposiciones pasadas, presentes y futuras tanto a condiciones negativas como positivas. De modo que no hay determinismos. No obstante, como generalización estadística sí tiene importancia en el marco de la realidad en que vivimos. 

En Costa Rica, la implementación de políticas neoliberales de las últimas décadas ha promovido la desigualdad. Estas políticas condujeron a inestabilidad social, altos niveles de desempleo, recortes importantes a la educación pública (principal motor de la movilidad social) y a programas de apoyo estatal, así como al debilitamiento de la seguridad social. Se han gestado condiciones que mantienen a un amplio sector de la población viviendo en el ambiente hostil de la pobreza. No es rara entonces la alta frecuencia de casos de cáncer, depresión o enfermedades cardiovasculares, por mencionar sólo algunos ejemplos.

Los gobiernos, con sus políticas o ausencia de ellas, esculpen el ambiente en que viven los habitantes de un país. Por lo tanto, tienen responsabilidad sobre el estado de salud de esos habitantes. Son culpables si sus actos u omisiones empobrecen a miles o millones de personas. Debemos recordárselos y reclamárselos con la contundencia de lo vital. Y en cuanto al porvenir, es urgente reencausarse hacia la búsqueda del bien común en vez seguir respaldando la egoísta defensa de la riqueza de unos pocos. Sólo así mejoraremos la salud de nuestra gente y avanzaremos hacia una sociedad menos conflictiva y más satisfecha.                

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.