Escribo estas líneas desde el Hospital de Santa Caterina, en Cataluña, propiamente desde su Servicio Asistencial de Salud Mental. Las razones de mi ingreso acá son poco interesantes, por lo que no pretendo aburrirles con ellas, aunque, si por la razón que fuere, alguien quisiera conocerlas, pueden escribirme y con gusto platicaremos.

Sin embargo, mi estancia en este lugar ha producido un abrupto cambio en mi vida o, mejor dicho, en mi perspectiva sobre esta. Por ello, me valdré de dos historias que, con la venia de sus protagonistas, dan cuenta del drama que representa vivir en un mundo caótico y en donde la salud mental sigue ocupando un segundo plano.

Sobre el recinto.  El término “Servicio Asistencial de Salud Mental” es un eufemismo para designar a una institución total, en los términos del sociólogo Erving Goffman, es decir, un ámbito en donde se aísla a un grupo de personas con alguna condición, más o menos homogénea, y se les somete al control institucional. Santa Caterina no se diferencia en gran medida de la mayoría de los hospitales psiquiátricos: dos hileras de habitaciones dobles, cada una de éstas con un baño y armarios que permanecen cerrados hasta que el usuario lo requiera a algún enfermero para su uso inmediato; dos aposentos para consumir alimentos, de acuerdo con la serie de habitaciones más cercana, y dos espacios con sillones para ver televisión, en unas pequeñas pantallas de 32 pulgadas. En el centro del recinto se localiza la recepción, en donde generalmente se encuentra el personal de enfermería y, en el ala oeste, los despachos de atención psicológica, psiquiátrica y los laboratorios de química. En dirección al sur, se encuentra un patio con algunas bancas, cuyo acceso generalmente está cerrado por puertas de vidrio, en donde se nos permiten algunas horas de sol.

El edificio es una suerte de modelo panóptico, con los habituales colores azul y blanco en las paredes, pero éstas transpiran tristeza, como si se tratase de huellas inaprensibles del dolor y desesperación de millares de enfermos que han sido recluidos a lo largo de los años. No se trata de un sitio en el que se quiera estar.

El desayuno, la comida, la merienda y la cena se sirven puntualmente, junto con los medicamentos asignados para cada uno, en bandejas idénticas, identificadas con el nombre del usuario. Si algo es rescatable, es que los alimentos suelen ser de buena calidad y el personal, con pocas excepciones, es atento, aunque extraordinariamente indolente ante las necesidades recreativas de personas, en su mayoría, completamente rotas y sin mucho que hacer, más que deambular por allí.

Los tres mosqueteros. Creo que al primer interno al que le hablé fue a Jordy, un catalán de rostro afable y alegre, con gafas y mirada inteligente, tímido por naturaleza, pero extrovertido por paciencia, como él mismo se define. Nos conocimos en la hora del sol y de inmediato entablamos conversación, de esas que anticipan una sólida amistad. Es un hombre que ha viajado por el mundo, el dinero no ha sido un problema para él. Es adicto a la heroína, pero ha probado casi cualquier estupefaciente existente, padece de TLP (trastorno límite de la personalidad) y hepatitis B y C. Ha tratado de suicidarse en seis ocasiones, la última tentativa fallida por ahorcamiento, debido a la ruptura de la cuerda.

Pronto, de manera espontánea, se nos unió Albert, también catalán, de cincuenta y cuatro años, simpático y brillante, cineasta, con magníficos documentales, que se pueden ver en plataformas como Netflix y FilmIn, pero actualmente se encuentra en paro y sin posibilidades reales de encontrar trabajo. Planificó terminar con su vida de forma muy prolija: Borró los discos duros de su computador, subió a lo alto de un risco en Sant Feliu de Guíxols, tomó el doble de la dosis letal de un fármaco y se colocó una bolsa en la cabeza en la que introduciría helio. Su plan fracasó debido a que los fármacos lo dejaron inconsciente antes de poder abrir la llave del gas y los mensajes que envió a familiares y amigos permitieron que los rescatistas lo ubicaran geo-satelitalmente y, de forma milagrosa, consiguieran salvar su vida a tiempo.

Conformamos así Los tres mosqueteros, un grupo de individuos, quizá menos fragmentados que los demás, que nos dedicamos a generar buen rollo en el colectivo. Entre las historias de Jordy —todas ellas propicias para ser guiones en filmes de Tarantino—, compartir las comidas y conversar sobre nuestras vidas, la política y la religión, muchas veces reímos a carcajadas y la pasamos tan bien como se puede estar en un sitio de este tipo. La gente rota es la gente buena, porque ve el caos del mundo en su real dimensión dijo Albert en alguna ocasión, y creo que así es. En verdad nos hemos hecho amigos.

También reclutamos a otros miembros: Conchita, una adulta mayor de ojos preciosos, color gris, que padece de depresión profunda. Ana, una chica ecuatoriana, con la mirada más triste que he conocido y que, de la nada, llegó y me dio un abrazo, de esos que te constriñen el alma. Ana intentó ahorcarse, de lo que da cuenta una profunda e indeleble marca en su cuello. También está Guillermo, un cincuentón en paro, de mirada triste y una perspectiva de futuro sombría, “acá no me están ayudando en nada, ¿cómo podrían hacerlo si mi problema es que no consigo trabajo por mi edad?” me dijo. A Guillermo, quien trató de cortar sus venas por segunda ocasión en este año, le aflige el encierro, la imposibilidad de fumar y la ausencia de terapia o actividades lúdicas. Lo entiendo. Y así, muchas más personas con historias desgarradoras.

Para aliviar las tensiones y la ansiedad del encierro, quienes tenemos algunas horas de permiso fuera del recinto, incluso traficamos cigarrillos y sal, bienes prohibidos y, por tanto, muy preciados en este entorno. Pequeños gestos de amabilidad, al menos para para propiciar un poco de felicidad, en donde esta sensación es realmente extraña, aunque, en honor a la verdad, esas pequeñas pillerías también nos alegran a nosotros.

El pulpo en la garganta. Finalmente está la historia de Joel, quien tiene esquizofrenia. Se trata de un hombre de unos treinta años, de mirada ausente pero dulce, algo agresivo cuando le hace falta el tabaco. Joel fue abusado sexualmente por su madre desde los seis años y vivió en la calle a partir de los doce, tiene hepatitis B. Cuando habla de su progenitora y de la pareja de ésta, quienes sufren de VIH, es notorio el cambio en su semblante… por varios minutos se le ve perdido, pero regresa para contarme que una vez tuvo una novia a la que extraña y a quien compró una cadena de oro y una virgen. En una ocasión se acercó a mí, me abrazó, me dio un beso en la mejilla y me dijo “te quiero hermano”, ese es el Joel verdadero, mi amigo.

También me regaló un libro de cómics del italiano  Michele Rech —conocido como Zerocalcare— llamado “Un pulpo en la garganta”. Aunque no me gustan los cómics, lo leí de inmediato y pensé en la poderosa metáfora que significaba el título en el ambiente en el que me encontraba: la ansiedad, la depresión, la bipolaridad y tantas otras enfermedades mentales, realmente se sienten como tentáculos que se te ciñen y te sumergen en aguas turbias, que te aprietan el cuello y no te dejan respirar. En ocasiones puedes remover alguna de esas extremidades con ventosas y sientes que te alejas del abismo, que eres libre, pero pronto vuelve otro escurridizo brazo y te lleva de nuevo a lo profundo, las fuerzas se agotan y ya no puedes salir de allí sin ayuda.

Recuerdo que Emil Cioran se preguntaba si las personas podrían aún interactuar si sus rostros expresasen fielmente el sufrimiento y el suplicio interno… Quizá sí lo expresamos, pero preferimos no vernos al espejo y alejar la mirada también de los demás. Como me ha dicho un gran artista y amigo catalán, Salvador, en ocasiones solo hay que saber dónde mirar, tanto en el arte como en la vida.

La intención de este texto es tomar conciencia sobre la relevancia de la salud mental. Millones de personas fracturan sus vidas y las de otros por desajustes que pueden ser tratados con fármacos modernos. En estos casos, los consejos simplistas de manual de autoayuda solo empeoran la situación. Busquen apoyo profesional a tiempo y hablen con personas que hayan pasado por situaciones similares, les aseguro que estaremos dispuestos a escucharles. Las historias que, gentilmente, los protagonistas me han permitido reconstruir acá, pretenden no otra cosa que ser banderas de alerta ante los problemas mentales que aquejan a casi mil millones de personas en el mundo, de acuerdo con las estadísticas recolectadas por la Organización Mundial de Salud en el 2019 , aunque es presumible una cifra negra mucho mayor.

En mi caso personal, entre tantas personas que han estado allí para rescatarme del abismo, removiendo los brazos de mi pulpo personal, quiero dedicarle estas líneas a Edu. Ojalá todos tuvieran amigos como vos.

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