A lo largo de la historia, el vampirismo ha sido metáfora de diversos males: el pecado, las enfermedades infectocontagiosas, las adicciones; pero hoy nos llega un simbolismo muy a la altura de nuestro tiempo: el vampiro como “el tóxico”. El mérito es de Christopher McKay y su película Renfield.

La cinta en cuestión no es simplemente otra parodia de Drácula, sino que está cargada de sangre, lo que sería normal por el vampiro, pero acá es por las escenas de combate y artes marciales que son parte del plato fuerte visual, lo que la convierte en una película de vampiros con más acción de la común.

Otro elemento particular es que la historia ocurre en el presente, en Nueva Orleans, donde han ido a parar el conde Drácula y su asistente Robert Montague Renfield, escapando de los exorcistas y los cazadores de vampiros. En materia de vampiros, la idea de una historia ambientada en la actualidad ya ha sido usada antes, pero la mayor particularidad que aporta Christopher McKay es que toda la historia está narrada en primera persona por Renfield, quien busca  superar una relación abusiva y tóxica.

Y cuando decimos abusiva no estamos pensando en el típico “tóxico” que cuando termina dice “no soy yo, sos vos”, estamos ante “el tóxico” que nos corrompe el alma y nos hunde en el abismo de la muerte. No sólo en el abismo metafórico, sino en un sarcófago real, de esos grandes que se cargan entre varias personas.

¿Alguna vez nos hemos detenido a pensar en la forma inhumana en que el Conde Drácula abusa de sus sirvientes? Bueno, difícilmente el trato podría ser humano viniendo de un ser sobrenatural ¿Hemos considerado la forma en que les genera esa enfermiza necesidad de él? Les otorga suficiente poder para sentirse agradecidos, pero no tanto como para enfrentarlo; crea una relación de sumisión a cambio de agresiones, solamente porque le permite rozar tangencialmente la inmortalidad; les hace soportar cualquier tipo de trato por el simple hecho de estar cerca de un ser que se considera (de la forma más narcisista posible) por encima de toda creatura. Bueno, pues en más de cien años Renfield nunca se cuestionó nada de esto.

Con Renfield, estamos ante una manera elegante pero muy cómica de tocar el tema de la codependencia o las relaciones tóxicas, esa simbiosis bizarra donde se obtiene solo sufrimiento y agresión a cambio de compartir escenario con un “divo”. Si, yo sé, todos hemos estado ahí alguna vez.

En 1897, cuando Bram Stoker publicó su libro Drácula ninguno de estos conceptos era algo común. Hoy, por suerte, es diferente;  codependencia, manipulación psicológica, abuso y toxicidad son el pan de todos los días. Así, de la forma más ejemplar, Nicholas Hoult en la piel de Renfield y Nicolas Cage en la (¿piel?) de Drácula nos dejan en claro que no estamos hablando del “tóxico” que te deja los whatsapps en visto, estamos hablando del que te hace entregar el alma (literal) a cambio de migajas.

Renfield, con un inicio que evoca a los grupos de apoyo: “mi nombre es Robert Montague Renfield y estoy en una relación destructiva”, y unas escenas que rinden tributo al Drácula de 1931, le da cuerpo a la toxicidad moderna (un cuerpo putrefacto y vil, pero cuerpo al fin y al cabo) ¿Ya dijimos que la película también tiene narcos, sicarios y policías corruptos? ¿No?, pues tiene.

Desde la seguridad que nos brinda la teoría, entendemos que “el tóxico” genera un ciclo en el que primero nos hace idealizar su figura, luego nos entrega abuso y nos desvaloriza (además que nos aísla, lo que disminuye las posibilidades de defensa), y finalmente, cuando se busca la ruptura, “el tóxico” resetea el ciclo y realiza una reabsorción. Pero no lo digo yo, lo dice la película, y es que romper el ciclo requiere valor y mucha seguridad en uno mismo.

Y contra Drácula se requiere en dosis dobles, porque no es “el tóxico” que te hace pagar tu cena en la primera cita (y no es por la igualdad de género sino por tacaño), sino “el tóxico” que te puede desmembrar y arrancar el corazón de cuajo. Literalmente hablando.

Sobre estas cuestiones de la toxicidad, la revista MIT Sloan Management Review nos aporta el concepto de los cinco comportamientos tóxicos: ser irrespetuoso, no inclusivo, poco ético, despiadado y abusivo (yo no sé, pero parece que esos son los requisitos que pideron para ser presidente).

Pero bueno, volviendo a Renfield, al final, con un poco de ayuda y el agradecimiento (que siempre levanta la autoestima) de su círculo de apoyo, nuestro lastimado protagonista va a descubrir, no sin complicaciones, que compartir vida (y post-vida) con “el tóxico” es vivir en una relación de codependencia, y que en estos casos es uno mismo y no “el tóxico” el que tiene el verdadero poder.

El director Christopher McKay había comentado a la revista Variety que el tema no era azaroso, la idea detrás de su creación es poder ayudar a quienes viven en codependencia. Así, frases como “él no puede tener poder a menos que tú se lo otorgues”, buscan llegar de forma poderosa pero subliminal a los oídos de los más necesitados.

Y recuerden que, como en toda relación humana, es bueno no cargar la culpa en el sujeto sino enfocarse en corregir el entorno. Es decir, no son “personas” tóxicas sino “comportamientos” tóxicos… excepto, eso sí, cuando claramente lo tóxico es la persona y hay que aguantarla por cuatro años (con conferencia de prensa y todo).

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