Hace unos años, durante un viaje a Ciudad de México, quedé de verme con una amiga en la Calle Regina. Era a fines de octubre, noche de Halloween, víspera de día de muertos, y la ciudad estaba poblada por gente que, por unos instantes, fingía ser otro o, lo que es igual, se proyectaba como el otro deseado. Un ambiente carnavalesco abolía momentáneamente los marcos de referencia más básicos y, así, algo tan certero como una mirada o una sonrisa se diluían bajo remotas máscaras y maquillajes.

Mi amiga, Melania, me había dicho que me esperaría cerca de la estación Pino Suárez, que de ahí iríamos a cenar a algún sitio. Gente iba, gente venía. Representaciones de fantasmas y catrinas se perdían en las esquinas y en los soportales de esas casas antiguas súbitamente convertidas en bares. Por ahí aparecía un Spiderman, un Superman, un Blue Demon, un Batman, un Chapulín Colorado y hasta un Pikachu. Pero ninguno de ellos era Melania.

Sin saldo en el celular, sin la menor idea de qué hacer, vagué unos minutos por ese centro histórico donde los diferentes planos temporales se implicaban y se articulaban violentamente provocando una rara sensación de eternidad: la modernidad en Ciudad de México quedaba reducida a la posibilidad de que Porfirio Díaz apareciera tomado de la mano de Moctezuma y Carlos Slim. De repente, cuando ya estaba convencido de que me había convertido en una fallida versión de Orfeo, el Orfeo Negro de la peli de Marcel Camus, Melania apareció como una Eurídice impuntual.

“Es que no encontraba parqueo”, se excusó.

Algunos psicólogos consideran que el terror generado por payasos y mimos puede estar relacionado con su expresión aparentemente artificial, por ese gesto ambiguo que impide saber lo que sienten. En mi caso, una ciudad carnavalesca y una multitud transfigurada en farsa había provocado que un mínimo retraso de veinte minutos adquiriera proporciones fantásticas. Y todo se explicaba dentro de los marcos paganos, dionisiacos del disfraz: tanto la ciudad y la gente no era lo que se esperaba que fueran y eso, desde mi perspectiva, introducía un factor de incertidumbre.

En La Telaraña del lunes pasado, el filósofo Camilo Retana y la cineasta Paz Fábrega conversaron con Jurgen Ureña, conductor del programa, acerca de disfraces, acerca de la importancia que tienen en nuestras vidas y acerca de sus múltiples posibilidades. Paz, quien recientemente codirigió un documental sobre un grupo de campesinos de Pérez Zeledón que se disfrazan de futbolistas para migrar a Estados Unidos, mencionó que la representación de personajes en los documentales suele generar ciertas dificultades debido, seguramente, a la imposibilidad de que el sujeto sea otra cosa más que una máscara, una puesta en escena. Esta consideración, por cierto, coincide con lo que Camilo indica en su libro Enseres: esbozos para una teoría del disfraz: “si bien todo disfraz ensaya un encubrimiento, el acto de disfrazarse supone asimismo una voluntad de mostrar”. Para Camilo, el disfraz no solo disimula, sino que, también, simula.

Existen numerosos casos de enmascaramientos que terminan proporcionando una suerte de inmunidad ante la ruindad: desde el lobo disfrazado de Caperucita hasta el político más abyecto que defiende apasionadamente la libertad. Los antiguos se preguntaban si valdría la pena ser justo, observar la ley, aún teniendo el Anillo de Giges, ese instrumento que proporcionaba invisibilidad. Los antiguos, quizás, no contemplaron que nuestra extraordinaria capacidad de disimular y simular es mucho más efectiva que la misma invisibilidad y que basta disfrazarse, ya sea de catrina, de Pikachu o de demócrata, para gozar de ciertas prerrogativas y burlar ciertos mandatos.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.