La necesidad de proteger los recursos públicos de diversos riesgos, incluido el de corrupción, ha estado presente desde los albores de la civilización. Desde las remotas épocas cuando se encargaba de esto a emisarios de imperios o reinos para escuchar o, literalmente, auditar la rendición de cuentas de lejanos gobernadores de provincia, hasta hoy, cuando es generalizada la existencia de múltiples agentes de los ámbitos público, privado y de la sociedad civil, para que este ejercicio sea efectivo frente a realidades cada vez más complejas.

Como lo ha reconocido nuestra Sala Constitucional, esa tarea “(…) Debe tomarse en consideración que el combate frontal y directo de la corrupción y la búsqueda de un mayor grado de transparencia y publicidad en la gestión administrativa, requiere de una acción transversal, concertada y coordinada de todos los entes y órganos públicos que componen el universo administrativo de un ordenamiento jurídico determinado” (Resolución 5090 del 11 de junio del 2003).   

Dejando de lado, para efectos de este artículo, otros ámbitos del control (judicial, superintendencias, autoridades reguladoras, medios de comunicación, ciudadanía, etc.), este artículo centra su interés en la administración o gobierno y en la denominada fiscalización superior, usualmente a cargo de las llamadas Entidades Fiscalizadoras Superiores (EFS), como lo es la Contraloría General de la República en nuestro país (CGR).

Tres líneas de defensa principales

Siguiendo el modelo de las tres líneas [de defensa] del Instituto Global de Auditores Internos, la responsabilidad primaria de defensa frente al logro de los objetivos de cada organización y, por ende, frente a los diversos riesgos relevantes, está a lo interno de cada una, desde sus jerarcas o autoridades de gobierno (primera línea), pasando por los sucesivos mandos medios y niveles operativos con sus respectivos encargos de control y supervisión (segunda línea), más el apoyo esencial del aseguramiento independiente y objetivo, a cargo de las auditorías internas (tercera línea).  Este enfoque esencial en el ámbito empresarial, donde la responsabilidad de asegurarse el manejo adecuado de los negocios es de esas tres líneas y no de los auditores externos que se contratan para fines especiales, aunque bien pudiera ser que estos encuentren y comuniquen al realizarlos indicios de manejos indebidos, es aplicable también para el ámbito público.

Para esto, las entidades públicas disponen para sus operaciones diarias y constantes, en su mayoría, de manera individual y más aún en conjunto (en consonancia con una visión articulada, como lo indica la cita anterior de la Sala IV), de una considerable cantidad de personal y recursos dedicados a labores administrativas y de control básicas para la sana gestión pública, respetuosa del deber de probidad en la función pública. Ningún otro agente tiene que relevarlos ni de lejos podría, por razones de mandato legal, recursos disponibles y oportunidad, de tal obligación. Véase al respecto, el artículo publicado en este medio, titulado “¿Cuántos recursos dedicamos a prevenir la corrupción?” (5 de mayo, 2024).

El rol de la fiscalización superior

Tener claro lo anterior puede contribuir a comprender mejor  lo que es razonable esperar  de las referidas EFS. Reconocidas por la Organización de Naciones Unidas (ONU) como esenciales para la promoción de la eficiencia, la rendición de cuentas, la eficacia y la transparencia de la administración pública (Declaración 66/209 de 2012), tienen los objetivos básicos de contribuir al uso legal, regular, rentable, útil y racional de los recursos públicos; iguales en importancia, no obstante lo cual cada EFS tiene la facultad de determinar a cuál de estos aspectos dar prioridad atendiendo los criterios técnicos pertinentes (Declaración de Lima sobre las líneas básicas de la fiscalización superior, art. 4, inciso 3, de la Organización Internacional de Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI), con asiento especial en la ONU).

Nótese que esa declaración no enumera expresamente el hacer frente a la corrupción. Esto obedece de manera principal a que, por una parte, puede haber  lesiones al “ uso legal, regular, rentable, útil y racional de los recursos públicos”, sin que se esté, necesariamente, ante casos de corrupción; de modo que la finalidad del control de legalidad, regularidad, de rentabilidad, utilidad y racionalidad, sea que se esté abordando mediante controles previos o posteriores (como con la auditoría), no tiene como propósito central para las EFS el de detectar eventual corrupción. De conformidad con las mejores prácticas de amplia aceptación a nivel mundial, los alcances y metodologías de esos controles no están diseñados para esos fines, aunque sí tienen previsto, sobre todo en auditorías, que de hallarse indicios de corrupción, elaboren los informes pertinentes para remitir los casos a investigación de la autoridades competentes en el ámbito jurisdiccional.

Y, por otra parte, esto obedece a que la corrupción suele implicar esquemas de colusión para delinquir, que logran burlar controles y que, a nivel incluso mundial, suelen sobrepasar controles internos y externos, al punto de que la mayoría de casos se llegan a descubrir hasta que algún participante en la llamada cadena de corrupción decide denunciar o filtrar (casi siempre a medios de prensa); no pocas veces porque se resienten al no recibir la parte que esperaban o por otras situaciones de conflicto entre participantes, hasta de índole personal entre ellos. Véase al respecto, el artículo publicado en este medio, titulado “La importancia de la protección al denunciante” (20 de mayo, 2024).

Claro está que por otra parte, es importante revisar la eficacia y calidad con la cual las EFS que tienen competencias especiales, como la de recibir denuncias y declaraciones juradas patrimoniales de funcionarios públicos, como en es el caso de la CGR, están aprovechando esas competencias y la información a la cual les permiten tener acceso sus diversos procesos fiscalizadores, para contribuir a luchar contra la corrupción. Por ejemplo, las posibilidades de integrar información y analizarla con esos fines utilizando herramientas de analítica de datos basadas en tecnologías de información, y en colaboración con otros agentes especializados del sector público o de cooperación a nivel gubernamental nacional e internacional, con el debido manejo legal y resguardo técnico de los datos según su nivel de sensibilidad y confidencialidad, son ámbitos en los cuales es esencial desarrollar capacidades humanas e institucionales.

Como la propia CGR lo ha consignado al referirse a temas como esos en su rendición de cuentas periódica a la Asamblea Legislativa (p.e. en su Memoria Anual del 2014), es necesario fomentar la comprensión, entre otros aspectos, de que, por la disponibilidad de recursos y el amplio inventario de temas a fiscalizar, no podría atender todos los requerimientos y exigencias, crecientes valga decir, de las diversas partes interesadas, según las propias consideraciones de urgencia y necesidad de todas ellas; sin dejar de lado que está sujeta a los principios de legalidad y al debido proceso, y en general a un marco normativo y formal, si bien mejorable, imprescindible para preservar el orden institucional, base del Estado democrático de derecho. 

En conclusión, la lucha efectiva contra la persistente corrupción exige una acción articulada y sostenida de todos los agentes públicos y privados relacionados con el uso del erario. La Estrategia nacional de integridad y prevención de la corrupción apunta en esa dirección, y hace bien la CGR en darle seguimiento desde sus prioridades estratégicas, por ejemplo con el informe Informe de seguimiento de la gestión pública sobre el establecimiento e implementación de mecanismos para la prevención de la corrupción (en coordinación con las auditorías internas).

Ciertamente, la CGR, así como otros ámbitos institucionales y de la sociedad, tienen un rol importante en la lucha contra la corrupción, según sus potestades o posibilidades; pero, en primer término, la lucha contra ese flagelo le corresponde a las autoridades gubernamentales y de cada organización por razones de mandato legal, recursos disponibles y oportunidad. 

Como lo ha indicado la Iniciativa de Desarrollo de la INTOSAI (IDI), sin dejar de lado que algunas facultades especiales de las EFS, según el mandato de cada país, puedan contribuir más directamente a detectar corrupción, en general “las EFS pueden desempeñar un papel fundamental en el fortalecimiento del marco institucional para luchar contra la corrupción como parte de su mandato. Para garantizar la rendición de cuentas, las EFS pueden contribuir a la lucha más amplia contra la corrupción fortaleciendo los sistemas para detectar la corrupción [como el sistema de control interno de cada entidad], aunque detectar la corrupción no es su objetivo principal” (tomado y traducido de The Role of Supreme Audit Institutions in Addressing Corruption, Including in Emergency Settings, pág. 210, referido en el sitio web de la IDI, entrada específica sobre el tema).

Todo lo anterior, sin dejar de subrayar que cada servidor público y los agentes interactuantes con la cosa pública, tienen la obligación ética de vigilar su propio comportamiento, aún frente a controles fuertes (pero no infalibles), débiles o incluso ante la ausencia de control, por ingenuo que esto parezca, pues “si en arca abierta hasta el justo peca”, sigue dependiendo, en buena medida, de la probidad de las personas.

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