Yo fui criado y educado como la mayoría de los jóvenes latinoamericanos. Crecí bajo pilares de moralidad que me vendieron como base de una religión única y verdadera. Aunque esa espiritualidad no me define actualmente, el concepto de moralidad que se mi inculcó en ese momento ha marcado muchas decisiones de mi vida, y me ha ayudado a identificar cuales personas quiero cerca de mis seres queridos, y a quienes no los quiero ni en pintura.

Era muy simple poder identificar lo bueno de lo malo para tomar decisiones, tanto las insignificantes como las importantes, repasando las bases morales que en mi mente pensé conocer. Para mi sorpresa, eso es cosa del pasado. El presente es mucho más difuso de lo que hubiera podido imaginar.

En administraciones pasadas, nos bombardearon con la idea de un concepto de moralidad y responsabilidad social sin precedente. Una idea bastante atractiva y, para aprobación de algunos y desdén de otros, no se diferenciaron de lo que estábamos acostumbrados, pero tampoco mantuvieron el mismo corte.

Fueron una montaña rusa de aciertos y desaciertos que fueron tanto aplaudidos como aborrecidos. Eso es algo normal en política. No todos los gobiernos van a ser perfectos para todos y es algo que hay que entender. Lo que no puedo digerir, es la defensa a capa y espada de todas las acciones y decisiones de los mismos, retratándose como los paladines de la moral, la transparencia y la justicia. Ese fanatismo inquebrantable que apoyó a ojos cerrados cualquier decisión que su representante haya hecho o dejado de hacer.

Como toda acción, esto tuvo una reacción. Esta reacción ha sido la que me ha llevado a cuestionar todavía más mí ya desgarrada percepción de moral. Todas las acciones que en el pasado condenamos y aborrecimos, aquellas que deseábamos de todo corazón desaparecer, llegaron nuevamente y con una fuerza que no hubiera esperado. Lo peor de todo, es que estas mañas no solo llegaron con un séquito de adoradores y aduladores violentos y agresivos, sino que agregaron mañas aún más desagradables que las anteriores.

Ahora no sólo tenemos acciones de dudosa intención, decisiones que favorecen a un grupo específico o parsimonia ante problemas que requieren inmediata solución. A este revoltijo de problemas le agregamos la habilidad de dividir y crear odio entre los mismos miembros de una nación.

Este punto de inflexión es, a mi criterio, el cataclismo de mi percepción de la moral. Por un lado, tenemos los autoproclamados paladines de la moral y por otro, están los anti-estatistas aplasta canallas, donde cada uno decide cuales virtudes son aceptables y cuales pueden doblarse para que se acomoden a su realidad.

Es interesante como el mismo acto, perpetuado por uno u otro representante de ambas corrientes, genera aprobación si lo hace quien me representa, pero es punible si lo comete mi adversario. La justicia y la moral se amoldan a los principios que dicen representar, siempre y cuando beneficien lo que yo creo.

Como colectivo, cada uno está dispuesto a perdonar cosas que serían imperdonables si las hiciera mi contrincante, con tal de apoyar al líder de su agrupación. Esto se ve aumentado si el líder sabe manipular hábilmente las cosas que ya de por si son consideradas como problemas a resolver, sin proponer soluciones reales a dichos enredos.

Claro está, este fenómeno no es exclusivo de Latinoamérica. Recientemente tuvimos los resultados de un juicio mediático que encontró culpable a un magnate que durante su vida ha estado rodeado de escándalos y actos sospechosos. No obstante, a pesar de sus acciones pasadas o su manipulación de hechos y su claro desdén a las normas, el apoyo incondicional tanto de sus súbditos como el de sus compañeros partidarios no merma, ya que su alcance político los puede ubicar nuevamente al mando de una poderosa nación. Ya lo decía Groucho Marx:

Estos son mis principios y si no le gustan, tengo otros”.

Al retratar la política mundial y sus vaivenes ideológicos he podido, muy en contra de mi voluntad, desarmar el concepto de moral que tenía. Sus cimientos fueron vapuleados sin misericordia, hasta llegar a pensar que lo que puedo considerar bueno ahora debe ser malo mañana, siempre y cuando eso me ponga en una posición de poder para favorecer grupos específicos, exaltar mi ego, quebrar una sociedad o llevar la discusión política al nivel coloquial de una cantina de barrio. Para muestra de esto, un economista.

Es hora que tomemos un respiro, evaluemos los resultados pasados y presentes, y exijamos resultados reales con la misma fuerza con la que se los pedimos al entrenador de la selección nacional de fútbol.

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