¿Me pregunto si hoy me iré a morir? –Es una pregunta que me planteo casi todos los días de mi existencia. Siempre me ha inquietado la idea de no existir y creo que no de manera injustificada. Pensar en la muerte es sencillamente expresión de la autoconciencia humana o de alguien sumamente ansioso…
Podrán algunos de quienes me lean, simpatizar con esta situación.
Independientemente de cuál sea la razón, sin duda el morir y el sentido de la vida son temas centrales de la humanidad. Probablemente no hay tema filosófico tan trillado y viejo como la muerte, curiosamente es el único tema que nunca encontrará una respuesta definitiva. Morir es la experiencia humana más individual y universal que existe, pero nadie nos ha contado o descrito cómo es morirse.
Aun siendo un pensamiento en su mayoría desagradable y biológicamente aborrecible (pues todo ser vivo rehúye instintivamente a perecer), “el problema” realmente no es la muerte en sí misma. El problema real de la muerte es la consciencia de esta; su presencia e incertidumbre provoca esa “nausea” sartriana. Si la vida tiene plazo de expiración, deberíamos consecuentemente “aprovecharla al máximo”, encontrar la esencia de la vida, pero ¿qué carajos significa esto?
La muerte llegará tarde o temprano, ¿qué hacer de nosotros mientras tanto? ¿Por qué para algunos de nosotros los logros y experiencias saben al final del día, a un profundo y constante sentimiento de insatisfacción?
Continuamente, como individuos hemos creado mecanismos y estructuras para lidiar con estas preguntas. Por mencionar y trabajar solo algunas ya bastante conocidas podríamos mencionar a los mitos religiosos y al consumismo.
Para la mayoría de la población, la muerte se afronta con el mito religioso. No es de extrañar que el cristianismo (y realmente las creencias de corriente abrahámica) sea la religión más popular del mundo. Jesus logra vencer el “problema” biológico elemental. El cristianismo vence a la muerte, es la idea central de su credo. La aplasta después de tres días y establece una promesa eterna de salvación. ¡Como esta idea no va a ser popular!
La aflicción mundana queda sobrepasada por la segunda vida. Por lo que morir en este primer estadio no tiene por qué ser una preocupación. Los devotos y los no tanto se aferran a esta idea como motor impulsador. La aleatoriedad de la muerte solo es un plan de una entidad supra natural mayor al humano. Solo se debe creer y el problema de morir resulta insignificante. El sentido que podría tener esta vida no es más que accesorio para la que viene.
Aunque parezca que esta idea es ya un tanto retrograda, los mitos religiosos no han desaparecido, solo se han modernizado. Ahora Dios se presenta en las cartas de tarot, en el naturalismo, en las estrellas o en una doctrina de vida centrada en el hedonismo (“eres tu propio dios” dicen por ahí).
En otra esquina encontramos al consumismo. Aquí debe tenerse extremo cuidado, pues el consumismo moderno se ha disimulado y revestido con la capucha de “experiencia de vida”. Actualmente entendemos que los bienes materiales no llenaran el agobio existencial, pero tal vez gastar en viajes, idolatrar celebridades, comprar libros de autoayuda y superación, pasar horas consumiendo validación en redes sociales, ser extremadamente productivos y “vivir” cada momento, podrían brindar la satisfacción necesaria para la vida. Entre más experiencias consumamos más significado tendremos.
Esto no tiene nada de malo en absoluto, es diversión a final de cuentas. Hacer las cosas por el mero placer que estas producen es un concepto elemental y necesario en la vida, no debe tomarse como una observación pesimista. La paradoja radica en que, a pesar de plagarnos de actividades, trabajo y diversiones, parece que el sentimiento de intrascendencia surge de manera constante.
Por más dioses que construyamos, por más experiencias vitales que compremos o relaciones que tengamos, por más salud mental que publiquemos, nada parece tranquilizar al ser. Ninguna experiencia o condición parece ser suficientemente adecuada. Es en ese momento en que aparece la angustia, la náusea sartriana, o lo que yo llamo criollamente la “congoja existencial” en la vida diaria. No se refleja un propósito claro que seguir o construir y quedamos varados en una rutina inconsciente de acción.
“Hay que imaginar a Sísifo feliz” es la recomendación de Camus. ¿Pero qué sucede cuando Sísifo no tiene tan siquiera una piedra que mover? Sísifo no ha decidido que hacer porque no sabe a dónde ir. ¿Dónde estará mi piedra? Grita de manera silenciosa pero desesperada, viendo su reloj de arena que se consume ante su impotencia.
¿De qué sirve reflexionar sobre esto? Tal vez de muy poco para efectos prácticos, más se debe aclarar lo siguiente. Esta retahíla refrita de la muerte no es queja o tristeza, es simplemente contemplación. Creo profundamente que la contemplación es el primer paso para poder empezar a vivir bien o al menos mejor. Normalizar la muerte, en lugar de ser un pensamiento aterrador, es reivindicar la libertad de la vida, libertad de escoger una causa por la cual vale la pena vivir (y morir) cada día. El reto es precisamente es saber encontrar cual es esa causa.
Lo sabio es empezar por la contemplación, visibilizar a la muerte con serenidad, pero nunca quedarse en ese estado. La inacción, como la falta de actividad consciente drena la vida de su potencial y significado. No se puede pretender comprometerse con algo, sin antes tener un acto autoconsciente e introspectivo de lo que hacemos.
De ahí que la recomendación de Camus no deja de tener validez y nunca ha sido tan adecuada como hoy día: hay que empezar por mover piedras, cualquiera de ellas, aun cuando no sean lo que esperábamos ni tengamos mucha idea de a dónde vamos. Buscar alguna piedra, comprometerse con alguna actividad, empezar a subir y disfrutar el viaje. Si la piedra ya no es de utilidad, casi siempre se puede volver a bajar por otra y empezar de nuevo.
Personalmente por eso escribo. Escribir me permite reivindicarme, pulir mi piedra y subir a la cima. Escribir es una reafirmación, una reafirmación ante lo más certero y desgarrador de este mundo: la muerte. Es mi juego de ajedrez con la omnipresencia. Es un burdo escenario de paja donde presento mi obra ante silenciosos lectores y críticos con mechero. Me lanzó al vacío para lidiar con ese mortífero aburrimiento de la carga existencial.
Llegamos finalmente a una conclusión aún mucho más elemental. Realmente no preocupa morir, preocupa no haber vivido bien. Agobia que, en el último suspiro vital, el sentimiento de insatisfacción todavía se encuentre presente. Independientemente si eso llegase a suceder o no, nuestra responsabilidad mientras tanto será intentarlo y actuar ante la incertidumbre, estar conscientes del viaje emprendido y constantemente rencontrar la significancia. No puedo garantizar que la congoja desaparezca, pero sin duda disminuirá, después de todo, no hay pensamiento más liberador y constructivo que saber que nos vamos a morir.
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