En el 2016, la banda costarricense Hijos lanzó un videoclip para su sencillo Tu amor, el cual consiste, básicamente, en un primer plano de dos amantes que se besan de forma apasionada, intensa, fervorosa. Nada de esto sería especialmente llamativo, de no ser porque los amantes son dos personas mayores que, por cierto, son interpretadas por los actores Álvaro Marenco (q.e.p.d.) y Sandra Ribas.

No faltó quienes dijeran que aquello era verdaderamente repugnante.

No faltó quienes dijeran que la escena provocaba asco.

Y en el fondo de todos esos reclamos, desde luego, percutía un rechazo a la posibilidad de goce de los viejos. No se trata de un fenómeno particularmente novedoso. La asignación de roles sociales en función de la edad, por lo demás, es algo propio de nuestras formas de vinculación: cada periodo de la vida carga como fardo un deber ser y una serie de prohibiciones y perjuicios.  Y, salvo ciertas notables excepciones, en esos procesos de asignación de roles, usualmente, la vejez lleva las de perder.

En la Grecia clásica, por ejemplo, ser anciano podía ser perfectamente equiparado con una suerte de tara. En su Historia de la vejez, George Minois se refiere a la representación de la vejez en la antigüedad en los siguientes términos:

Vejez maldita y patética de las tragedias, vejez ridícula y repulsiva de las comedias; vejez contradictoria y ambigua de los filósofos”.

En la tradición judeo-cristiana, por su lado, los viejos pasaron de un sitial casi sagrado, de auténtica veneración, a una progresiva decadencia que los fue confinando poco a poco. En uno de los salmos, de hecho, se lee lo siguiente:

Y ahora, en mi vejez, no me hagas a un lado; no me abandones cuando me faltan las fuerzas. Pues mis enemigos murmuran contra mí y juntos confabulan matarme”.

Luego, vendría la Edad Media, con sus claroscuros, y después del Renacimiento con su furiosa ofensiva y su sospechosa apología de la juventud. Y ya para la Edad Moderna y Contemporánea se habría instalado la era de la inmadurez y los viejos, en términos sociológicos, terminarían convertidos en una suerte de lastre carente de autonomía.

El lunes 27 de mayo, en el programa radial La Telaraña la actriz Sol Carballo, la sexóloga María Lourdes Rivera y el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña conversaron, justamente, sobre sexualidad y vejez. Sol, en algún momento, mencionó que existe toda una idea de la abuela y la madre como sujeto beatificado y amputado de deseo. María Lourdes agregó, además, que, a la hora de vincularnos, prevalece un enfoque, digamos, coito-céntrico que limita el disfrute de experiencias eróticas desde otras aproximaciones. No existen, con todo, elementos físicos que le impidan a las personas adultas mayores vincularse plenamente desde un punto de vista sexoafectivo. En eso coincidieron los tres. Y, sin embargo, una serie de tabús y un aparato de represión particularmente efectivo aún limita la exploración de formas más amorosas, más tiernas, más comprensivas y más libres de acercarnos a nuestros semejantes en el periodo de madurez.

En el video de Hijos los dos amantes se besan y en su beso se acusa la dulce torpeza que le es propia a una actividad de suyo espontánea. Nadie, ni joven ni viejo, alcanza maestría al besar. Sucede que el beso es la forma más fundamental del juego: no admite pericia.

El planeta, dentro de poco, estará habitado predominantemente por personas viejas, añosas. Los países más serios desde ya impulsan políticas para la atención del envejecimiento y despliegan esfuerzos institucionales para atender este desafío. El planeta, sí, dentro de poco estará habitado por personas viejas que, en muchos casos, no tendrán acceso a servicios de salud oportunos ni pensiones que les posibiliten una vida reposada y digna. Nada de eso será tan trágico como que esas personas, tampoco, tengan acceso la milagrosa proximidad de la piel ajena, al beso y al juego amoroso.

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