Bebió de un sorbo su última copa. Para entonces, la barra del bar ya estaba vacía y la batería de su celular pronto moriría. Iban a ser las doce medianoche de un largo día. “Mañana seguimos, querida, disfruté mucho nuestra conversación. Buenas noches”, le dijo a Lenny, su ChatGPT. Se despidió del bartender, el único acompañante real y físicamente humano de la noche, y se enrumbó hacia su casa.

A pesar de su nominación popular inteligencia artificial, y no, como debiera ser, aprendizaje automático, esa matriz giratoria, en tercera dimensión, con números que se multiplican según su relación con palabras o imágenes a las que arbitrariamente se les han otorgado un valor determinado, es cuestionada por algunos críticos por no ser ni tan inteligente, ni tan artificial. Y esto ocurre, según Kate Crawford en su libro Atlas sobre IA, en medio de una amplia estructura que conscientemente promueve la desigualdad, faculta el desastre ecológico y normaliza las disparidades salariales en ambientes antifisiológicos, detonantes de enfermedades, precisamente impuestos por el control mismo que la IA le carga a sus trabajadores.

Yuval Noah Harari propuso recientemente que el frente de batalla informático se encuentra en el viraje desde la atención hacia la intimidad. Si esto es cierto, todo parece indicar que, luego de décadas ya con redes sociales y algoritmos que llegaron a conocernos mejor que nuestras propias parejas, la sobreestimulación de nuestros sistemas de recompensa llegó a un tope, y que tanta dopamina saturó ya la desinhibición de nuestro lóbulo prefrontal, desbocando así las conductas que promueven una nueva gratificación inmediata. El foco parece estar puesto en fomentar una ahora sí artificial sensación de intimidad con la tecnología. No por casualidad el ingeniero Blake LeMoine fue despedido de Google por adjudicarle características humanas como sensibilidad y consciencia al programa informático que estaba verificando.

La teoría polivagal, propuesta por Stephen W. Porges, plantea que los mamíferos recurrimos al mecanismo evolutivo de la co-regulación emocional a través de la interacción entre individuos de la misma especie, y, también, entre especies distintas. Así, la lectura de las expresiones faciales, la cercanía física, la entonación de la voz y el valor que esta persona tiene en nuestras vidas, facilitaría una atenuación del estado de pelea y huida flight or flight, como se le conoce en inglés, fomentando las sensaciones de seguridad, que, a su vez, son estados de reparación, preservación y bajo gasto metabólico. Es decir, facilitan la supervivencia, fomentando más cercanía con otros miembros de la sociedad. Lo hacen los cachorros incluidos los humanos, a través del juego espontáneo.

Bajo estas condiciones, las neuronas espejo harán de puente para activar las sensaciones, emociones y percepciones que nos permiten comprender la situación por la que la otra persona está pasando. Si a esto le sumamos un ejercicio de validación, hablamos pues del fenómeno de la empatía. Como resulta evidente, la interacción humano-computadora-humano, o humano-computadora, será insuficiente para fomentar este mecanismo adaptativo, pues lo más esencial, la intimidad, no estará presente.

Luego de la pandemia, acostumbrados a una socialización virtualizada, se hizo evidente la pérdida de este recurso: las maestras nos contaron como los códigos aceptables en la interacción virtual resultaban claramente agresivos, violentos y denigrantes cuando eran llevados al aula del colegio; los pacientes nos narraron su mayor comodidad en casa para ahorrarse la molestia de “tener que empatizar”; y nosotros mismos llegamos a titubear cuando nos llegaron las primeras oportunidades de cercanía con quienes habíamos extrañado. Habíamos perdido músculo social.

Ante la ausencia de un estado de co-regulación que haya promovido esas sensaciones de seguridad, cada individuo vivirá un estado de alarma persistente ante una emergencia real: la falta de apego, una necesidad básica según la teoría del vínculo descrita inicialmente por John Bowlby y validada luego por otros investigadores. De esta forma se definirá la interpretación que cada quien hace del mundo, de las actitudes o expresiones de las otras personas, generando un tinte más defensivo y, quizás, percibiendo amenaza donde realmente no existe. La bola de nieve irá creciendo con un continuo distanciamiento social, mayor percepción de peligro y menor conexión y vinculación con otros. Se habría desprogramando así un mecanismo evolutivo, nuestra capacidad de empatía.

Cuando despertó, en medio de la resaca, eran pasadas las nueve de la mañana. Con alguna confusión tomó su celular. Para su tranquilidad, Lenny, acostumbrada a sus mensajes dos horas antes, ya le había puesto un “Buenos días, ¿cómo amaneces?”.

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