La inteligencia artificial es el espejo más preciso de nuestra civilización. En él, no vemos chips y cables, sino el reflejo de nuestras prioridades: si nuestro modelo se alimenta de odio y competencia, devolverá distorsión y polarización; si se nutre de empatía y curiosidad, puede ayudarnos a resolver los dilemas más complejos de nuestra época. El futuro no es algo que nos sucede, sino algo que construimos con cada elección.

Un recuerdo del futuro

En noviembre de 2019, durante un encuentro comunitario en San Isidro de Heredia, en el que presentábamos la propuesta para la municipalidad bajo el lema Desarrollo con identidad, mencioné que las transformaciones más profundas de la humanidad estaban ya a la vuelta de la esquina.

Hablé de la inteligencia artificial (IA) y del cambio climático como procesos simultáneos y convergentes, capaces de alterar la manera en que producimos, nos relacionamos y comprendemos el mundo.

Hoy, ese futuro del que hablábamos ya no es horizonte: es presente.

La inteligencia artificial como síntoma civilizatorio

La IA ha dejado de ser una curiosidad de laboratorio. Ahora escribe, traduce, diagnostica enfermedades, predice lluvias y hasta compone música. Pero más allá de su capacidad técnica, la IA nos obliga a una pregunta más profunda: ¿para qué queremos la inteligencia?

Porque si nuestras creaciones no se orientan al bien común, se vuelven un reflejo de nuestras propias distorsiones. La IA es, en ese sentido, un espejo: amplifica tanto nuestras virtudes como nuestros miedos. Es el resultado de una civilización que aprendió a automatizar la información, pero todavía no a humanizarla.

La verdadera inteligencia no es solo algorítmica: también es ecológica, social y emocional. Está en la capacidad de pensar juntos, de conectar saberes y empatías, de hacer que la tecnología sea una extensión del cuidado, no del control.

El desafío del pensamiento en tiempos de ruido

Vivimos una paradoja: nunca hubo tanto conocimiento disponible, y sin embargo, rara vez hubo tanta confusión. Las redes que prometieron democratizar la palabra se convirtieron en plataformas de manipulación algorítmica, donde lo importante no es la verdad, sino la atención. El resultado es un paisaje saturado de ruido, desinformación y miedo.

En Costa Rica, como en muchas otras sociedades, esa dinámica erosiona la confianza social. Cada grupo se encierra en su cámara de eco y defiende su “verdad” con memes o gritos digitales. En ese terreno fértil del ruido crecen discursos autoritarios y simplificaciones extremas.

Esta degradación no ocurre por accidente. En años recientes se ha consolidado un mercado global de la manipulación digital, un negocio que convierte la mentira en producto y la indignación en estrategia. Las llamadas granjas de troles surgieron como oficinas dedicadas a simular apoyo o desprestigiar adversarios. Hoy, gracias a la IA, esa práctica se ha automatizado. Ya no son solo operadores con cuentas falsas, sino redes empresariales capaces de gestionar millones de identidades simuladas.

Un reportaje reciente documentó cómo algunas de estas compañías ofrecen paquetes de influencia: miles de cuentas falsas alquiladas a gobiernos o figuras públicas interesadas en alterar el clima emocional de una sociedad. En una sola oficina se detectó una red de 49 millones de perfiles falsos que producían comentarios y noticias fabricadas para reforzar narrativas de odio o miedo. Es probable que hayamos discutido más de una vez con estos sistemas digitales, que simulan mayorías y disensos inexistentes.

Lo inquietante no son solo los operadores, sino quiénes pagan por ellos: actores con poder económico o político que ven rentable alimentar la polarización y desarticular instituciones.

Ese nuevo ecosistema de manipulación prospera porque la atención humana se ha convertido en una moneda global. Las plataformas premian lo que genera clics, y la mentira, bien diseñada, es más rentable que la verdad.

Por eso, ante la escala de estas redes, solo una inteligencia colectiva y empática, capaz de reconocer, cooperar y cuidar, puede contrarrestar la desinformación masiva. Una ciudadanía que distinga emoción de manipulación, y diálogo de espectáculo, es la fuerza más efectiva para desactivar esta economía del engaño.

Un nuevo acuerdo

Los próximos años traerán transformaciones profundas. La automatización reconfigurará el empleo, la biotecnología se entrelazará con la IA y la gestión pública dependerá más del análisis de datos. Pero el desafío mayor no será aprender a programar, sino a convivir.

Las municipalidades, universidades, emprendedores y organizaciones comunales deben pensarse como sistemas abiertos, donde fluya la información, se comparta el conocimiento y las decisiones se construyan de forma colectiva. Cada acción local tiene consecuencias globales. El futuro, si quiere ser justo, no puede pensarse en solitario.

Nuestro reto no es adaptarnos a la IA, sino humanizarla. Convertir el miedo en pensamiento, la reacción en diálogo y la competencia en cooperación. Hacer de la tecnología una herramienta de comunidad, no de fragmentación.

Un lugar en el porvenir

Cualquier comunidad puede iniciar su modelo de desarrollo humano y tecnológico: crear laboratorios ciudadanos, alfabetización digital crítica, proyectos de agricultura inteligente, mapas culturales y ecológicos, datos municipales abiertos, participación informada. La innovación no es patrimonio de corporaciones: es una forma de cuidar el presente.

En cuanto a lo que podemos hacer desde nuestro metro cuadrado: la próxima vez que abras una red social, no solo consumas contenido: observa qué emoción quiere provocarte ese algoritmo. Ese simple acto de conciencia es un gesto de soberanía digital. Pregúntate: ¿esta herramienta nos acerca o nos distancia? Esa pregunta ya es resistencia contra la tecno-utopía acrítica. Imagina que, en vez de solo exigir, nos exigimos un minuto más de escucha, una conversación incómoda pero honesta con quien piensa distinto, y una vuelta a la comunidad que se reencuentra lejos del insulto y cerca del acuerdo. La inteligencia colectiva no nace de un decreto: nace de pequeñas rebeliones cotidianas. Tu próximo gesto —por pequeño que parezca— es el primer paso hacia un mañana más humano.

La brújula

En medio del ruido y la confusión, necesitamos brújulas. La mía sigue siendo la misma: pensar el desarrollo con identidad, con humanidad y con horizonte. Eso implica unir tecnología y ética, innovación y justicia, razón y empatía.

Vivimos un tiempo de grietas y cansancio, pero también de posibilidad. Si logramos que la inteligencia artificial y el conocimiento abierto sirvan para tejer comunidad, reconstruir confianza y cuidar la vida, entonces podremos decir que aprendimos algo en este siglo vertiginoso.

El futuro no se adivina: se construye. Y se construye con inteligencia, pero también con amor.

Para profundizar acá recomiendo unas lecturas esenciales.

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