En 1765, apenas 5 años después de que iniciara lo que los historiadores llaman la Primera Revolución Industrial en Gran Bretaña, James Watt mejora la máquina de vapor de Thomas Newcomen, que se valía de fuego para elevar los niveles de agua de las minas y así hacer las extracciones de minerales.
Aunque algunos textos reputan como “hijo de padre desconocido” a la máquina de vapor, fue Watt quien obtuvo una patente sobre esta invención en el año 1769 y se consagró como uno de los principales impulsores —si no es que el banderillero— de la Primera Revolución Industrial al lado de tantas otras invenciones de la época: la hiladora Jenny de James Hargreaves, la desmontadora de algodón de Eli Whitney, el convertidor de Bessemer, para la producción de acero, el ferrocarril a vapor, entre muchas otras.
La Primera Revolución Industrial implicó, de manera similar a la Revolución del Neolítico, un cambio generalizado en el estilo de vida: los campesinos pasaron a ser obreros, la mirada se volvió a las ciudades donde se encontraban las minas y centros fabriles, la producción se masificó, las distancias se acortaron y las fronteras comerciales se cruzaban con mayor facilidad.
Sin embargo, la sobre oferta de mano de obra causó desempleo, las ciudades no estaban listas para recibir a los migrantes de zonas rurales que llegaban a bandadas, el hacinamiento y problemas de salubridad aumentaron y la infraestructura no podía mantener el ritmo acelerado del crecimiento de las ciudades.
A la Primera Revolución Industrial, le sucedió naturalmente la segunda, cuando surgieron otras fuentes de energía: el petróleo y la electricidad. El acero seguía siendo uno de los productos más populares y en demanda, condición que aumentó con la industria automovilística. En esta segunda revolución, la humanidad vio la luz con la bombilla incandescente, se tuvo acceso al fonógrafo —ambas creaciones patentadas por Thomas Alva Edison—, y nuevamente las distancias se acortaron con el teléfono y el telégrafo.
Al lado de Watergate, la muerte de Hendrix y Chaplin, los titulares que anunciaban que Apollo 13 regresaba a casa con sus tripulantes a salvo, la separación de los Beatles, inició la Tercera Revolución Industrial. En esta nueva etapa la industria del microprocesador crece, y entramos a gran velocidad a la era de la computación. Intel ®, Apple ® y Microsoft ® se consolidan como marcas líderes y el mundo abre los ojos a una realidad altamente conectada, con acceso a la información a la vuelta de un click. El software como creación intelectual se afianza, y los circuitos integrados empiezan a establecerse como un bien clave para el desarrollo tecnológico, lo que lleva también a considerarlo como un bien de alto valor intelectual. En esta tercera etapa, las distancias no se acortan, prácticamente desaparecen.
Se aumenta la productividad al automatizar aún más los procesos manuales, y los verdaderos rock stars de la época de los 70 son la informática y las telecomunicaciones. También se abren mucho más los ojos a las brechas sociales entre países, marcado por el acceso al nuevo oro: la información y la tecnología. El rezago de los países en vías de desarrollo en temas de inversión en R&D se hacen más evidentes y los polos económicos mantienen su hegemonía como desde la Primera Revolución Industrial: Estados Unidos y Europa.
La propiedad intelectual siempre ha permeado el proceso de innovación, ya sea mediante el otorgamiento de patentes como la de Watt y las numerosas que tramitó Edison durante su vida, o bien con el uso de marcas y signos distintivos, que fueron particularmente importantes cuando se dio la producción en masa de bienes y la competencia en el mercado se intensificó. Los derechos de autor han sido claves en la industria del software y han surgido sistemas sui generis para proteger bienes que no dimensionábamos iban a requerir protección como con los chips y circuitos integrados. Sin embargo, las referencias históricas y las repercusiones que vemos hoy ponen en evidencia que la propiedad intelectual y el desarrollo tecnológico y creativo no han ido de la mano de la sostenibilidad.
El precio de la innovación de todas las revoluciones pasadas todavía lo pagamos. Aún hoy, sufrimos los efectos ambientales que dejaron las minas de carbón de la Primera Revolución Industrial, que constantemente tienen desprendimientos de plomo y estaño en mantos acuíferos. Hoy, 116 años después de que el primer Model T salió de una fábrica de Ford en Michigan, la industria automovilística se consagra no solo como una de las más poderosas, sino como una de la más contaminantes. Hoy las brechas sociales que hizo evidentes el internet en los 70 siguen acrecentándose, la conectividad poco o nada tiene de democrática, lo cual impacta directamente el acceso a la cultura, la educación y consecuentemente al progreso.
¿Es pesimismo o realidad? También hoy, bajo la temática del Día Mundial de la Propiedad Intelectual: nuestro futuro común se forja con innovación y creatividad, y recorriendo el camino de lo que es la Industria 4.0 o la Cuarta Revolución Industrial, marcada por la inteligencia artificial y tecnologías cognitivas, el repaso de los anteriores acontecimientos y el recuento de los claroscuros que cada una de estas etapas ha significado, pretende crear consciencia en la necesidad de crear un balance entre la innovación y la sostenibilidad, con el enorme reto de las consecuencias que acarreamos de progresos pasados que hoy acortan el futuro, o lo vuelven más difícil de transitar.
De la mano de la tecnología, sumado a las herramientas tecnológicas cada vez más abundantes, y los incentivos que el sistema de propiedad intelectual para crear de una mejor manera, la tendencia debería ser a la optimización de procesos, sin dejar de lado la humanidad. El desarrollo debe caminar junto con el acceso paritario a los recursos y la creación de ciudades inteligentes junto con personas conscientes, para que adicional a tener un futuro común forjado con innovación y creatividad, se cuente con un futuro innovador y sostenible.
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