En América Latina, las empresas enfrentan entornos cada vez más cambiantes y exigentes: cambios en los gustos de los clientes, tecnologías emergentes, estructuras rígidas y mercados que exigen tanto eficiencia como renovación constante.
En este contexto, la innovación no es opcional; es una necesidad estratégica. Un ecosistema de innovación efectivo ayuda a las organizaciones a aprender, adaptarse y crecer, siempre y cuando cuente con las condiciones adecuadas para florecer. Entender estos ecosistemas desde una mirada latinoamericana nos permite identificar desafíos compartidos, barreras estructurales y oportunidades transformadoras que podrían ser aprovechadas si se crean las condiciones adecuadas.
¿Qué es un ecosistema de innovación?
Es un sistema vivo donde empresas, universidades, gobiernos, proveedores y clientes interactúan para generar valor con conocimiento, colaboración y aprendizaje continuo. Es una red que evoluciona y se adapta, cuyas conexiones permiten a los actores detectar tendencias, compartir aprendizajes y cocrear soluciones. Autores como Teece (2007) y Nonaka & Takeuchi (1995) coinciden en que innovar implica crear capacidades organizacionales para absorber conocimiento, aprender colectivamente y reconfigurarse estratégicamente. Esto implica ir más allá de los modelos de innovación cerrados, abriendo la organización a fuentes externas de conocimiento y a procesos de colaboración que integren visiones diversas.
Un ecosistema de innovación no solo se construye hacia afuera. Al interior de las organizaciones también debe existir un entramado de prácticas, estructuras y relaciones que favorezcan el aprendizaje, la experimentación y la adaptación. Este ecosistema interno incluye la cultura organizacional, los procesos de gestión del conocimiento, las capacidades tecnológicas y el estilo de liderazgo. Sin estos elementos funcionando de forma articulada, cualquier intento de conectarse con el entorno carece de cimientos sólidos. La innovación comienza dentro: en cómo fluye la información, se reconocen las ideas y se aprende del error.
En 2024, la inversión en startups latinoamericanas creció un 26 %, frente a un 7 % en Europa y una caída del 34 % en el Sudeste Asiático, lo que muestra un ecosistema en expansión, pero que aún exige mejores capacidades locales para sostener ese dinamismo. Esta tendencia evidencia que el capital comienza a reconocer el potencial regional, pero el reto es garantizar que las organizaciones estén preparadas para capitalizar ese interés.
Aprendizaje organizativo y gestión del conocimiento
Las organizaciones que realmente aprenden no solo corrigen errores (aprendizaje adaptativo), sino que cuestionan sus modelos mentales (aprendizaje generativo). Esta distinción marca la diferencia entre adaptarse y transformarse. Cristina Villar destaca que la capacidad de generar, retener y aplicar conocimiento es uno de los factores más influyentes en la innovación sostenida. Esta forma de aprendizaje requiere la creación de entornos seguros para compartir ideas, herramientas para documentarlas y mecanismos para convertirlas en acciones.
La gestión del conocimiento, entonces, se convierte en el sistema nervioso de la organización: conecta áreas, amplifica aprendizajes y permite responder con agilidad y criterio a los desafíos emergentes. Implica no solo almacenar datos, sino crear flujos de valor con la información. Desde esta perspectiva, la innovación no es un momento puntual, sino una práctica continua de conexión, reinterpretación y aplicación del conocimiento. Donde fluye el conocimiento, florecen las soluciones.
¿Por dónde empezar?
El desarrollo de un ecosistema de innovación no requiere grandes inversiones iniciales, sino una decisión consciente de comenzar desde adentro. Algunas acciones clave pueden ser:
- Mapear el conocimiento existente: identificar qué se sabe, dónde está y cómo se comparte.
- Fomentar espacios de conversación transversal: donde distintas áreas compartan aprendizajes, errores y buenas prácticas.
- Medir la apertura al cambio: entender cómo reacciona la organización frente a lo nuevo.
Esta claridad permite sembrar en terreno fértil, donde cada inversión en tecnología o capacitación tiene mayor impacto porque ya existe una base cultural y estructural que la hace útil.
Muchas empresas latinoamericanas tienen dificultades para captar, asimilar y aplicar conocimiento externo. La capacidad de absorción depende del conocimiento previo y de la presencia de rutinas organizativas que permitan convertir lo nuevo en ventaja competitiva. Sin ellas, el entorno permanece como una fuente desaprovechada. Desarrollar esta capacidad implica reconocer la importancia de vincularse con el entorno —clientes, proveedores, instituciones educativas— y traducir ese conocimiento en mejoras concretas.
Un caso recurrente en la región es el de empresas que intentan replicar modelos de éxito internacional sin adaptarlos a la realidad local. El resultado es una desconexión entre estrategia y ejecución, con iniciativas que no logran despegar porque no consideran particularidades culturales, regulatorias o del consumidor. Reforzar la capacidad de absorción permite reinterpretar esas propuestas globales desde un enfoque local.
¿Qué se gana al innovar?
Innovar no es solo crear nuevos productos. Es resolver problemas relevantes de forma distinta y generar valor nuevo para los grupos de interés. Las organizaciones que cultivan ecosistemas de innovación suelen lograr:
- Mayor adaptabilidad al entorno
- Reducción de tiempos de respuesta
- Mejora en la experiencia del cliente
- Atracción de talento motivado por el propósito
Más allá del retorno económico, innovar genera orgullo organizacional, sentido de pertenencia y legitimidad frente a los grupos de interés.
Para sostener la innovación, las organizaciones deben: detectar oportunidades, movilizar recursos, y reconfigurar estructuras. Estas acciones no se desarrollan espontáneamente; requieren sistemas que faciliten el escaneo del entorno, la evaluación rápida de oportunidades y la capacidad de adaptarse estructuralmente. Sin embargo, muchas empresas se centran únicamente en la explotación (resultados inmediatos), olvidando la exploración necesaria para el futuro. La ambidiestría —concepto de March (1991)— exige equilibrar explotación y exploración, lo cual requiere liderazgo, rituales y sistemas que lo garanticen. La presión por cumplir metas trimestrales, a menudo, deja poco espacio para invertir en iniciativas que no tengan retorno inmediato, pero cuya ausencia compromete la sostenibilidad futura.
En empresas con estructuras centradas en matrices o sedes centrales, la imposición de modelos estandarizados puede desconectar a la organización de su realidad local. Esa rigidez impide que las unidades locales desarrollen capacidades adaptativas, esenciales en mercados cambiantes. Cuando las decisiones se toman lejos del terreno, sin un feedback oportuno de quienes conocen las particularidades del contexto, la innovación se ve restringida. Por eso, muchas organizaciones están comenzando a repensar sus modelos de gobernanza, apostando por estructuras más descentralizadas, redes de aprendizaje local-global y sistemas que equilibren coherencia estratégica con libertad operativa.
Sembrar en terreno fértil
La constante en América Latina no es la falta de ideas, sino la escasez de entornos preparados para recibirlas y escalarlas. Como señala Cristina Villar, sin condiciones adecuadas para activar el conocimiento, las empresas se convierten en terrenos áridos, por más recursos que se inviertan desde fuera. El talento está presente, pero sin procesos que conecten a las personas, reconozcan las iniciativas y permitan convertir ideas en proyectos reales, ese potencial se diluye. Invertir en cultura de innovación, en capacidades gerenciales y en mecanismos de escalamiento no es un lujo: es la base para que las ideas se traduzcan en valor.
Hacia ecosistemas vivos e integrados
Este diagnóstico no busca ser pesimista, sino despertar acción. Proponer ecosistemas de innovación implica comprender que la colaboración y la gestión del conocimiento son el centro, y que la ventaja competitiva se construye junto a otros actores. Nadie innova en soledad. Las organizaciones que entienden esto comienzan a generar valor no solo desde sus productos o servicios, sino también desde su forma de relacionarse, aprender y coevolucionar con su entorno. Formar parte de un ecosistema no es solo una estrategia: es una decisión cultural que redefine la forma de trabajar, de competir y de liderar.
Una organización madura es aquella que:
- Explora y explota con equilibrio
- Se conecta con su entorno
- Aprende y reconfigura su propuesta continuamente
- Escala esos aprendizajes dentro de su propia estructura
Eso es pertenecer a un ecosistema vivo. La invitación está hecha: sembrar conocimiento, cultivar relaciones y diseñar el futuro de forma colectiva.
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