La semana pasada se aprobó en segundo debate el proyecto de ley designado al colibrí como símbolo nacional, específicamente las especies Amazilia boucardi y Microchera cupreiceps. La aprobación de este proyecto ha desatado numerosas críticas, estas han estado enfocadas mayormente en dos aspectos: 1) la pertinencia del colibrí cómo símbolo y 2) el momento coyuntural. Yo aquí no me voy a referir a ninguno de los dos.
La propuesta fue presentada por la diputada Kattia Cambronero del Partido Liberal Progresista (PLP). A doña Kattia la considero una de las diputadas mejor preparadas de esta Asamblea, y queda claro que al promover esta ave a símbolo nacional su intención fuera, como bien indica la justificación del documento evaluado, que podría traer consecuencias positivas para la conservación del hábitat de estas especies y promover el uso de la imagen del colibrí en la industria turística para beneficio de las comunidades. Las dos especies aludidas son endémicas de Costa Rica (o sea, no se conocen de ningún otro país del mundo), y los estrechos hábitats de ambas se restringen a zonas mayormente fuera del casco central y frecuentemente visitadas para hacer turismo.
Dejando de lado la discusión sobre la posible pertinencia o no de estas aves, hay un tema de fondo. Nuestra biodiversidad, desde el punto de vista de investigación, gestión y conservación, también está en crisis y de eso poco se habla. El problema radica en que vivimos un momento en el que sufrimos las consecuencias de varias crisis simultáneas. La decadencia social es palpable, diariamente hablamos de desempleo, inseguridad, y violencia. Los sistemas de educación y salud empeoran a diario y posiblemente no es el mejor momento para hablar de algo que podría sonar como un problema trivial o mundano. Sin embargo, ¿es la crisis ambiental realmente algo que podemos dejar en segundo plano? No.
Lo que nos dan los organismos vivos y sus hábitats, en cuando a bienestar y salud, es algo verdaderamente invaluable, y no quiero caer en el reduccionismo utilitario de la biodiversidad. Pero a veces también sirve hablar de números. Entre 2012 y 2022, los Parques Nacionales que pertenecen al Sistema Nacional Áreas de Conservación (SINAC) de Costa Rica recibieron cerca de veinte millones de turistas, eso es cuatro veces la población de nuestro país. Estas son personas que se trasladan, se hospedan, se alimentan, pagan entradas, y hacen uso de un sinnúmero de otros servicios locales mientras visitan estas áreas protegidas en todo el país.
Mientras tanto estos mismos lugares se están degradando de forma irreversible. El agua está contaminada y los mares se están calentado. En el Caribe los corales mueren (tornándose blancos) a un ritmo sin precedentes, en Guanacaste las poblaciones de insectos disminuyen drásticamente a causa de los agroquímicos, las condiciones extremas y las quemas. El bosque nuboso de Monteverde se reduce cada vez más, y el mar se está literalmente comiendo la playa, ahora desprotegida al morir los corales, en Cahuita. Así mismo, las ampliaciones de las carreteras a Limón y Cañas están tapizadas de carcasas de animales, incluyendo perezosos. Ninguno de nosotros celebra la muerte de estos animales silvestres, menos de uno que también es símbolo nacional, pero tampoco parece que sea prioritario salvarlos. Los que definitivamente sí hacen fiesta son los zopilotes.
Costa Rica avanza bien en la parte normativa. Pero el más reciente reporte del Estado de la Nación claramente indica que en cuanto a las capacidades técnicas, económicas, humanas y tecnológicas, las cosas no van bien en el tema ambiental. Por un lado, Costa Rica adquiere nuevos compromisos internacionales en materia ambiental, como la firma del protocolo de Nagoya y la meta de ser carbono neutral para 2050, aumenta el tamaño de las áreas silvestres protegidas, y crecen los números de animales y plantas en las listas de símbolos nacionales, especies en peligro de extensión y listas de prioridades de conservación. Pero al mismo tiempo las instituciones que deben efectivamente encargarse de la adecuada gestión de los bienes naturales se debilitan. En el reporte del Estado de la Nación se desprende que “en 2022 se adoptaron 144 nuevas disposiciones en materia ambiental, no obstante se incrementó el número de denuncias en este campo y se redujeron los recursos orientados a tareas de control y fiscalización ante mayores presiones y conflictos ambientales”.
En este sentido destaca que entre 2019 y 2023 los recursos asignados a la CONAGEBio se redujeron a la mitad. Para quienes no la conocen, la CONAGEBio es el órgano encargado de formular las políticas nacionales referentes a la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad. Así mismo, el actual gobierno planteó una reducción de 2350 millones de colones en el presupuesto nacional 2024 para el Sistema Nacional Áreas de Conservación (SINAC). Si usted se está preguntando que tanto impacto podrían tener estas reducciones, lo invito a imaginar lo que puede significar que de 2020 a 2022 el personal de SINAC redujo en más de dos tercios las horas que dedicó a las tareas de prevención, protección y control. Pero el área y número de especies a proteger sigue en aumento.
En otras palabras, en materia ambiental Costa Rica actúa como una pareja que llena de ilusión invita a cien personas a su boda soñada, pero tiene el presupuesto para atender a sólo 30, y aún así, sigue invitando más comensales. Señores y señoras, ¡ya no se le puede echar más agua a la sopa! El citado Estado de la Nación indica que nuestro país goza de “una institucionalidad pública débil con metas ambiciosas y capacidades disminuidas”.
Se entiende que hayan otras prioridades, especialmente aquellas de impacto social inmediato como los son la seguridad, la salud y la educación. En esas áreas ciertamente urgen acciones y la búsqueda de soluciones prontas. Nadie discute, ni objeta, eso. Pero, la salud ambiental también incide directamente sobre la nuestra. Que lo digan los miles de ticos que se quedaron sin agua potable en las últimas semanas, o las miles de millones de personas en el mundo que se vieron afectadas por el COVID-19. Si este país pretende seguir por la línea de ser referente en materia ambiental, y hacerlo de tal forma que las comunidades puedan beneficiarse de la biodiversidad de manera sostenible a mediano y largo plazo, debe pasar de la teoría de las leyes y normas, a la práctica, fortaleciendo la investigación, el desarrollo y la gestión de la biodiversidad.
Mi comentario no es una crítica a los proponentes de esta declaratoria, les agradezco profundamente por no olvidarse de la biodiversidad en estos tiempos tan difíciles. Mi objetivo es contarle que las cosas en este sector no van por buen camino y que lamentablemente nos estamos quedando cortos. Quisiera invitar a los firmantes, así como a otros sectores, a comprometerse de forma integral al objetivo de promover el desarrollo de las comunidades de la mano con la conservación de los hábitats y nuestra biodiversidad. La declaratoria de especies de interés es un buen primer paso, el siguiente debe ser garantizar alcanzar los objetivos planteados. Esto debe ir de la mano con estrategias integrales de desarrollo local, y el destinar recursos, humanos y económicos, que permitan la consecución de las metas planteadas. Si la conservación de la biodiversidad, y el desarrollo e innovación a partir de esta, es realmente una prioridad país, entonces debemos darle apoyo a los programas de investigación de Conicit, Micitt y a las Universidades Públicas que generan el conocimiento, y las herramientas a los entes gubernamentales, como CONAGEBio y Sinac, que la gestionan.
De otra forma lo único que estamos haciendo es pintando de brillantes colores un panorama gris. Para parafrasear la expresión costarricense dar gato por liebre, irónicamente utilizada como título del show más reciente del comediante nacional Hernán Jiménez, en cuanto a conservación de biodiversidad se refiere ¡que no le den zopilote por colibrí!
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