El sociólogo Ramón Grosfoguel define la ego-política del conocimiento como una “filosofía sorda, sin rostro y sin fuerza de gravedad (…) no tiene sexualidad, género, etnicidad, raza, clase, espiritualidad, lengua, ni localización epistémica en ninguna relación de poder, y produce la verdad desde un monólogo interior consigo mismo, sin relación con nadie fuera de sí”. Lo anterior implica, siguiendo a Ernesto Laclau, que, en la arena política, todas las demandas de los individuos se vean diluidas en una proclama universal abstracta que se opone ante un enemigo común.
En este proceso ocurre una hipersimplificación de los requerimientos concretos de las personas, que se homogenizan de acuerdo con el criterio del detentador de poder, culminando en una visión parcial del mundo. De esta manera, se instala un patrón colonial de poder que reproduce un sistema-mundo europeo/sistema-mundo estadounidense-capitalista (Grosfoguel) que barre con cualquier proyecto ético-epistémico local.
Desde esta perspectiva, no se debe perder de vista que las corrientes filosóficas y políticas que hoy se encuentran vigentes se han construido y fortalecido en una específica ubicación dentro de la cartografía del poder en el mundo, siendo precisamente ese privilegio el que motiva su trascendencia y, consecuentemente, el ostracismo al que se condenan otras voces. Nos dice Grosfoguel que es esa condición de posibilidad política, económica, cultural y social la que permite que una persona “asuma la arrogancia de hablar como si fuera el ojo de Dios”. Pero ¿a qué vienen estas digresiones sociológicas y filosóficas a propósito del control de la criminalidad?
El control del delito y la seguridad ciudadana es quizá el problema más áspero que enfrenta cualquier Estado. Pese a que cualquier persona estará de acuerdo en la necesidad de tomar acciones para la disminución del crimen, otra cosa, diametralmente distinta, es el camino que debe recorrerse para la consecución de ese fin. Es allí precisamente en donde se pueden (y deben) plantear severas objeciones, ligadas todas ellas con las ideas universalistas esbozadas al inicio.
En primer lugar, en la actualidad —principalmente en Latinoamérica— es usual que los actores cardinales del ajedrez político de turno se adjudiquen la “voz del pueblo” para defender todo tipo de reformas, generalmente bajo la idea de mano dura y tolerancia cero, lo que implica una reducción de garantías procesales de todos los ciudadanos (no solamente de aquellos que figuran actualmente como imputados en una causa penal) y el recrudecimiento de las potenciales penas ante un acto delictivo.
El problema radica en que, aunque sea uniforme la demanda de seguridad por parte de la población, el tipo de respuesta estatal no puede subsumirse en esa idea homogeneizadora, sin acallar otras voces que claman por respuestas, principalmente de aquellos grupos desaventajados que, casualmente, suelen ser los usuarios del engranaje represivo. Mediante esta estrategia, en la arena política se da un salto de las demandas de la ciudadanía a una respuesta concreta, que se universaliza a través de la entelequia de la voz popular.
En segundo lugar, es notorio que las políticas criminales que hoy dominan son reproductivas de un sistema-mundo-estadounidense-capitalista, que puede rastrearse hasta la idea de “guerra contra las drogas” del presidente Richard Nixon, las políticas represivas impulsadas por William J. Bratton y Rudy Giuliani en la ciudad de New York y la cruzada antiterrorista después del 11-S. Estas estrategias, pese a que han probado ser absolutamente inocuas para la disminución de los delitos, se han extendido como un cáncer por toda Latinoamérica y son un ejemplo claro de un modelo universalista occidental de orden colonialista.
Dicho de otra forma, en la faz de la política criminal, seguimos bajo un modelo colonial, importando recetas trasnochadas e inoperantes pero seductoras. La criminalidad no se detendrá aumentando las penas, multiplicando los delitos y enervando las garantías, pues su origen es demasiado profundo para borrarse de un plumazo de esa manera. No creamos en cantos de sirena.
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