La 28ª Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 28), se llevó a cabo del 30 de noviembre al 12 de diciembre del pasado 2023; en Dubái, uno de los siete emiratos que conforman la petrodictadura de los Emiratos Árabes Unidos. En esta cumbre, sintetizando, lo que buscan los países es un “acuerdo de mínimos”, para hacer frente al cambio climático, producto del efecto invernadero. Fenómeno climático que, como sabemos, ha sido provocado principalmente por el ser humano, que pasó de ser un agente biológico, a convertirse en agente geológico capaz de modificar las condiciones ambientales: ¡bienvenidas y bienvenidos al antropoceno!
Para sorpresa de nadie, y dejando al margen la retórica cínica y obvia, el principal producto de la COP es un documento que, por supuesto, no es vinculante; y que para la realpolitik es papel mojado. Nada nuevo debajo del sol.
Este “acuerdo”, en realidad, funciona como instrumento discursivo de los sectores hegemónicos. Por una parte, permite fijar, en el sentido común y en la narrativa mediática, ciertos temas en clave geopolítica. Por otro lado, posibilita espacios para el business de las grandes corporaciones, no es casual el desfile de CEOs y lobistas en la cumbre. Además, sirve de plataforma para la legitimación, y una lavada-de-cara, de ciertos actores mundiales.
Dicho de otro modo, y para los que llegaron tarde: lo que vimos el pasado diciembre fue la mayor campaña de greenwashing de la historia; además de la emisión del acta de defunción del Acuerdo de París.
Si consideramos que existe unanimidad, en el panel de expertos sobre el cambio climático y, prácticamente, toda la comunidad científica, en que la principal fuente de CO2 (el gas de efecto invernadero más importante), es el uso indiscriminado de los combustibles fósiles, asociado, obviamente, al capitalismo extractivista. ¿Cómo es posible que el presidente designado de la conferencia fuera el Sultán Al Jaber, CEO de la petrolera estatal Abu Dhabi National Oil Company (ADNOC)?
Sí, el CEO de la petrolera de una petrodictadura, que, por cierto, es negacionista del impacto real de las emisiones del CO2, dirigió la Cumbre del Clima más importante del mundo… o nos vieron la cara o estábamos en un capítulo de Black Mirror.
Lo anoté arriba, la COP posibilita estas campañas de RP para legitimar actores mundiales. En esta ocasión, la industria petrolera, y los países responsables, aparecen como los líderes de este acuerdo, voceros que abogan por una “transición”, de combustibles fósiles a energías limpias, de una forma “ordenada y equitativa” (¿equitativa para quién?), “con el fin de alcanzar el objetivo de cero emisiones netas en 2050”.
Sin ser vinculante, huelga decir, la COP 28 fue la mayor campaña de greenwashing de la principal industria responsable de la tragedia que estamos viviendo, y que será apocalíptica en las próximas décadas. ¿En manos de quién estamos?
Mientras tanto, en este rincón olvidado de Dios, boicoteamos instrumentos que sí son vinculantes como El Acuerdo de Escazú. Proponemos disparates como evaluar la viabilidad para la explotación de gas natural y petróleo. Y nos regocijamos con el discurso de sostenibilidad, buscando alguna certificación, de acuerdos mínimos e inservibles, que aporten a la percepción de la marca país: la crisis climática es una oportunidad de negocio, ¡cómo no!
Lo indispensable es inútil
La crisis ambiental es constitutiva del modelo de desarrollo hegemónico del capital; sistema que, en esta etapa, resquebrajado y desgastado, se aproxima a su evidente límite. En el centro mismo del sistema anida su contradicción: es imposible el crecimiento infinito en un planeta de recursos finitos. Nada es para siempre, ni el capitalismo; pero cuando lo entendamos, probablemente, será demasiado tarde. En fin, la carrera esquizofrénica de capitalizar hasta lo indispensable para la vida, será nuestra ruina civilizatoria.
Franz Hinkelammert, autor que deberíamos (re) leer, hacía una lectura a esta dimensión del sistema. Retomando la frase de Picabia, “Lo indispensable es inútil”, Hinkelammert planteaba que lo indispensable para la vida: el agua, los bosques, el aire, los ciclos de la naturaleza que mantiene el equilibrio climático, el planeta en suma; se convierten en algo inútil, desde la lógica capitalista, si no se puede obtener ganancia. Lo anterior, desde una ideología que solo ve virtud en la explotación, extracción, monetización y capitalización: “lo indispensable es inútil, si es visto desde el cálculo de la utilidad propia”, sentencia el autor. Deberíamos superar ese reduccionismo economicista, y concebir la supervivencia de nuestra especie como el objetivo más importante.
Este debate debería ir más allá de ambidiestrismos políticos y falsos antagonismos que, desde Norberto Bobbio, tuvimos que haber superado, o al menos, desmitificado con sospecha. Nos encontramos en una encrucijada civilizatoria: no solo necesitamos cambios estructurales -más bien radicales- en el modelo imperante para, si acaso, mitigar los efectos climáticos y sociales; ni que decir aquella quimera publicitaria de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que solo existe en cierta propaganda política. Nos urgen, también, nuevas categorías para pensarnos y actuar en consonancia a la urgencia climática que nos interpela. Con esto hago referencia a los aportes que se hacen desde las ciencias sociales y las humanidades, por ejemplo “lo planetario” en Chakrabarty; “la Gaia” de Bruno Latour; o las narrativas de futuro en Danowski y Viverios de Castro. Necesitamos relatos para imaginar nuevas formas de convivencia y resiliencia, que nos permitan posicionarnos en el presente, y nos ayuden a enfrentar en el futuro el día de la ira que nuestro modelo de desarrollo desató sobre nosotros.
La maldición de Casandra
La COP 28 fue cínica y vergonzosa, de esto ya se ha escrito: nuestra descendencia recordará ese evento como el día que condenamos su existencia en aras de limpiar la imagen de la principal industria responsable del desastre climático. Ante esto, y ya hastiadas, muchas personas nos debatimos entre, por un lado, resignarnos a la tragedia, abrazando el cinismo y servirnos la última ronda mientras vemos el mundo arder -literal-; o elevar la voz, cuál Casandra, y emitir sentencias proféticas, a sabiendas que no escucharan la advertencia sobre la catástrofe que se avecina. Sea como sea, tenemos certeza de las consecuencias inminentes, que a —casi— nadie le importa, y que todo seguirá, más o menos, de forma similar; actualizando la vieja sentencia benjaminiana: que la catástrofe, como tal, es que todo siga igual.
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