El 6 de mayo de 1823, la nueva Junta Superior Gubernativa designó a un enviado que fuera a negociar con los gobiernos de León y Granada en Nicaragua. Así empezó la diplomacia costarricense. Se nombró a don Mariano Montealegre quien en un principio no quiso aceptar ese nombramiento aduciendo que no se sentía la persona indicada para llevar a cabo la misión, actitud humilde de la que muchos podríamos aprender. “Quiero, pues, en fin, que Vuestra Excelencia ponga en otro los ojos, porque a mí me falta instrucción”, fueron las palabras de don Mariano. La Junta Gubernativa desechó sus argumentos y, con pleno conocimiento de su honradez, decidió mantener la decisión previamente tomada.

Este acontecimiento no es cosa menor. Simboliza el primer paso de una tendencia histórica que poco a poco marcaría la necesidad de ir profesionalizando el servicio exterior en Costa Rica. Al iniciarse el siglo XX, la diplomacia costarricense seguía siendo muy reducida. No había requisitos legales para el desempeño de cargos diplomáticos ni ninguna legislación específica sobre esa actividad. El crecimiento de las relaciones internacionales del país creó la necesidad de contar con un mayor número de las representaciones en el exterior y también de que la cantidad de funcionarios remunerados aumentara. No obstante lo anterior, ello no mejoró la calidad de los agentes diplomáticos, que en muchos casos eran designados con base en sus conexiones políticas o familiares y sin atender a requisitos de preparación o experiencia, y que eran removidos cuando un partido político de diverso signo triunfaba en las elecciones.

En 1946, por iniciativa del licenciado José Rafael Peralta Cañas, jefe de la Sección Consular de la Cancillería, se emitió una ley para crear la carrera consular, pero ningún gobierno la respetó, y continuó imperando la designación de los agentes diplomáticos y consulares con base en conexiones partidistas y familiares. En 1965, durante la administración del presidente Francisco José Orlich, se emitió por fin una ley que establecía una forma de ingreso legal a la carrera diplomática: el Estatuto del Servicio Exterior, el cual nos rige hasta nuestros días.

El Estatuto, por muchos años más, a pesar de ser una ley de la República, permaneció virtualmente ignorado, o aplicado solamente en aquellos artículos que el gobierno de turno consideraba convenientes, como por ejemplo, aquellos que permitían el nombramiento de funcionarios políticos, sin sujeción a requisitos.

A pesar de tan deplorables circunstancias, continuaba habiendo excepciones, como la de doña Emilia Castro Silva de Barish, quien en el año de 1981 se convirtió en la primera funcionaria de carrera en ascender a la categoría de embajadora. Cabe mencionar que doña Emilia en 1996 también fue la primera mujer en recibir el rango de embajadora emérita, el más alto honor que se confiere en el servicio diplomático costarricense.

A finales de la década de 1980 comenzaron por fin algunos esfuerzos concretos para la profesionalización de la diplomacia costarricense, promovidos en especial por el canciller don Rodrigo Madrigal Nieto. Concretamente es posible mencionar que se incorporó formalmente a la carrera diplomática a un grupo de veteranos funcionarios a fin de poder dar orden y estabilidad al recurso humano que compondría el servicio exterior. Por otra parte, se adquirió un terreno aledaño a la Casa Amarilla para allí fundar la hoy Academia Manuel María de Peralta (mediante el Decreto Ejecutivo No. 18.433), con el propósito de que fuera la institución por excelencia de la formación de los futuros funcionarios del servicio exterior costarricense.

Vale la pena rescatar un extracto de las palabras del ministro de Relaciones Exteriores y Culto, don Rodrigo Madrigal Nieto, a propósito de la inauguración de esa Academia:

Es hora de que se comprenda que Costa Rica ya no puede seguir con una diplomacia internacionalmente activa, pero que puede resultar errática, porque no cuenta con un cuerpo diplomático y consular que ya no sea botín de la política, que ya no sea lugar de colocación de partidarios a los que no se halla destino en la administración. Que ese cuerpo diplomático y consular debe estar académicamente a la altura de sus homólogos en el resto del mundo. Que no pueden depender sus titulares, para su subsistencia, de recursos raquíticos, o que dependen en último término de consideraciones de política interna o hasta de simpatías personales”.

Ese acto además sentó las bases para que más tarde se lograra un convenio con el Sistema de Estudios de Postgrado (SEP) de la Universidad de Costa Rica (UCR) para ofrecer una Maestría Profesional en Diplomacia.

A pesar de todo lo ya mencionado, el verdadero espaldarazo de apoyo a la consecución de una carrera diplomática lo constituyeron las sucesivas resoluciones de la Sala Constitucional en la década de 1990, que consolidaron la estabilidad de la relación laboral entre el personal de carrera y el Estado, y obligaron a la celebración a partir de 1996 de concursos públicos para el ingreso al servicio (cosa que se había establecido desde el Estatuto de 1965). A pesar de estos esfuerzos, al concluir el siglo pasado todavía subsistían una serie de prácticas reñidas con características fundamentales de una diplomacia profesional.

El siglo XXI ha sido testigo, por fin, de un crecimiento importante de funcionarios diplomáticos de carrera, apolíticos y servidores del país y no de un partido, mediante la realización, en un periodo que abarca a varios gobiernos, de una serie de concursos de oposición, tal y como lo establece el Estatuto que rige el país desde 1965.

La lucha por la dignificación de la profesión de la diplomacia en Costa Rica continúa y está más viva que nunca. La realidad de salarios congelados y la disminución de las condiciones generales del gremio son amenazas a este avance que no debe permitirse el país. La Cancillería debe cuidar que siempre pueda elegir entre los más idóneos, ofreciendo remuneraciones competitivas antes de vernos de repente y por sorpresa en tristes retrocesos que ya se daban por superados.

Como se ha visto, ha sido difícil construir una verdadera carrera diplomática, en un país al que por sus características le urge contar con una. El fortalecimiento de la diplomacia es un esfuerzo mancomunado y ciudadano. Debe poner de su parte el diplomático trabajando con honradez, el ciudadano protegiendo la institucionalidad y el gobierno actuando para ayudar a corregir las dificultades que vive nuestro cuerpo diplomático. Esa fórmula garantizará 200 años más de diplomacia exitosa en el país, y la supervivencia misma del estado costarricense.

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