El actual Gobierno representa una peligrosa oportunidad de reflexión y aprendizaje que toca los aspectos más significativos de nuestra constitución social, nuestros ideales, aspiraciones, nuestros principios y valores, nuestras reglas de convivencia y el estado de nuestro modelo económico. Es un evento, una circunstancia, un ente que nos llama a hacernos preguntas filosóficas sobre el valor y la importancia de este experimento social tan fundamental pero tan frágil que llamamos democracia.

Irónicamente, una de las posibles consecuencias de nacer y crecer en un entorno democrático es desarrollar una noción que es peligrosa para la democracia misma: llegar a creer que los beneficios y principios que esta conlleva están garantizados, falsamente sentirlos tan tangibles e inmutables como la naturaleza misma. Metaforizar la democracia como un majestuoso edificio de bases sólidas y sedimentadas, cuando en realidad, más bien es un ingenioso bosquejo, un corolario de reglas y sugerencias para la resolución de retos y problemas que supone la vida y el progreso en sociedad, cuyo alcance y validez es tan grande y tan limitado como la disposición de sus actores a respetar su guía.

Dicho de otra manera, la democracia no está garantizada, nunca lo ha estado y jamás lo va a estar. Su existencia misma depende de que la defendamos todos los días, y que estemos dispuestos a adherirnos a sus principios a la hora de desempeñar esta hazaña que llamamos convivencia. Es ahí donde el Gobierno de turno es un gran maestro para todos aquellos que vivíamos bajo la ilusión de una realidad de principios y valores inmutables, de líneas que no se pueden cruzar. El Poder Ejecutivo nos demuestra todos los días que el peso de décadas de tradición pacífica no es garantía cuando la voluntad es nula o la intención es mala. Es por su actuar que debemos darnos cuenta de que principios —como la libertad de prensa, el respeto a las minorías, la libertad de expresión, las garantías sociales, las libertades individuales y el apego a la institucionalidad— son conceptos poderosos en sus implicaciones, pero frágiles y necesitados de protección.

Al actual Gobierno debemos verlo como un síntoma, un reflejo de un grupo de personas en nuestra sociedad, nuestra familia costarricense, que dijeron, conscientemente o no, ya no creemos en estas guías, todo está en juego y sobre la mesa. Creo que en esencia este es el resultado de un modelo económico que ha agudizado la desigualdad de manera alarmante en las últimas décadas. Una desigualdad inicialmente económica, pero que desemboca en diferencias que van más allá de los ingresos y las oportunidades, diferencias que se traducen en visiones, experiencias y percepciones de la realidad disímiles y en apariencia irreconciliables. Realidades que alimentan a un grupo de líderes que están dispuestos no a resolver estos problemas, sino a beneficiarse de estas situaciones para consolidarse en espacios de poder mediante tácticas no antes vistas desde el establecimiento de la Segunda República.

En este contexto, el accionar desde el Poder Ejecutivo es quizás el mayor llamado de atención que necesitábamos en dos puntos fundamentales. Primeramente, la democracia es nuestro instrumento de convivencia más valioso, pero es muy frágil y debe ser protegida en todo momento. En segundo lugar, hay un grupo de costarricenses que han quedado atrás y que necesitamos rescatar como sociedad, hacerles ver, creer y demostrar que los errores cometidos en materia de distribución y acceso los podemos resolver dentro del marco democrático y no arrojando el tablero del juego por la ventana.

En todo caso, esta administración nos llama a preguntarnos quiénes somos y en qué creemos y cuáles son nuestros valores fundamentales. Eventualmente tendremos que decidir si el presente se convertirá en un punto negro en nuestra historia —que sirvió como llamado de atención para encontrar un mejor rumbo— o si este será el fin de un experimento democrático que logramos sostener por más de 70 años en medio de una de las regiones más convulsas del mundo occidental.

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