He visto recientemente la película Sin novedad en el frente (Edward Berger, 2022), la sorpresiva acreedora de multitud de premios y nominaciones, incluidos varios Óscar. Es la tercera adaptación de la novela homónima de Erich Maria Remarque y primera en habla germana, lo cual no es decir poco, ya que estamos frente a una película sobre soldados alemanes hecha por alemanes y no por gringos.

Advierto, por pura formalidad, que esta reseña tiene todos los spoilers imaginables; aún así, espero que la lea, incluso si no ha visto la película, porque este no es un filme para ver qué pasó y qué pasó y cómo termina y después cuál sigue. No es una película de entretenimiento; no es una película para pasarla bien anímicamente, aunque sí estéticamente. Es una película para conversar y analizar el poderoso mensaje antibélico expresado con magistral arquitectura en sus imágenes.

La película transita por dos grandes subtramas. Por un lado, tenemos a los jóvenes soldados alemanes que combaten inyectados de patriotismo y entusiasmo (al menos al principio), gracias a una efectiva propaganda belicista; rápidamente se dan cuenta de que estar en las trincheras no era lo que creían. Por otro lado, tenemos a un grupo de viejos alemanes y franceses que se reúnen en el lujoso vagón de un ferrocarril detenido en mitad del bosque, para decidir si la guerra termina o no, ni más ni menos. Así, mientras la narración de tanto en tanto nos muestra con puntilloso detalle los lujos de estos negociadores, cuyo mayor problema es tal vez orinarse un zapato por una sacudida del tren, también nos cuenta las vivencias de un grupo de soldados, entre ellos el protagonista, Paul, y las miserias y dificultades que afrontan para comer, dormir y sobrevivir en las trincheras; ni hablar de las horribles muertes que los van diezmando.

Podría creerse que, por una vez en la vida, los alemanes son los “buenos” en una película de guerra, pero no hay buenos ni malos en esta película… Al menos no en las trincheras. Ni siquiera los franceses, que son los que están al otro lado del campo de batalla y pasan todo el rato dando buena cuenta de nuestro grupo de personajes, pueden ser considerados los malos. Durante gran parte de la película, en pocas ocasiones vemos claramente a los franceses, que más bien se manifiestan como la fuerza impersonal y mortífera que ataca desde lejos. Sin embargo, en sus escenas finales, la película tiene el gesto de visitar la trinchera francesa para que descubramos que no hay mayor diferencia entre estos soldados franceses y los alemanes a los que hemos seguido.

Si hemos de señalar villanos en esta historia, yo señalo a los gobiernos, a los negociadores del vagón de tren, para los cuales es más importante tener la razón que detener la guerra, y a todos los agentes del funesto adoctrinamiento nacionalista del cual son objeto los jovencísimos combatientes. Particularmente detestable es el personaje del general Friedrich, quien dirige las tropas alemanas desde una mansión donde come y duerme holgadamente, incluso para darse el taco de convidar pollo y vino a su perro. El general, de pomposo bigote, dice que no va a rendirse, aunque no es él quien va a luchar y perecer miserablemente en el fango. Cuando por fin se decreta el alto al fuego para cierto día a cierta hora, el general Friedrich exhorta a los soldados a que vayan a combatir hasta el último minuto, para no terminar la guerra como cobardes. Claro está, mientras los jóvenes combatientes alemanes atacan por última vez a los ya desprevenidos franceses confiados en que los combates supuestamente habían terminado, Friedrich permanece en la mansión, satisfecho consigo mismo. En este corto lapso entre la postrera orden del general y el momento en que entra a regir el alto al fuego, varios soldados que se creían a salvo encuentran su destino. Entre ellos, Paul, que muere en el último minuto de la guerra.

La película también construye su propuesta con escenas que sugieren una forma cíclica: al principio vemos a un soldado que muere, es despojado de su uniforme y este es lavado, remendado y entregado a su siguiente usuario: Paul. En otra de las escenas iniciales, a Paul se le ordena recolectar las identificaciones de los cuerpos después de un ataque; más tarde, al final de la película, vemos a otro joven soldado recién llegado a las trincheras que recibe el mismo encargo y recoge la identificación del cuerpo de Paul. Son acciones que se repiten como en una espiral que, de alguna forma, rebasa los límites de la película y llega hasta nuestros días. Si pensamos en las guerras posteriores a la Primera (que se suponía era la que iba a terminar con todas las guerras) y, sobre todo, si pensamos en que hoy, mientras yo escribo esto y usted lo lee, hay otra guerra en Europa, nos preguntamos: ¿qué ha cambiado? Siguen muriendo los jóvenes cuenteados con el discurso del nacionalismo, la defensa de la patria, el territorio, la religión, la libertad, el pueblo; temerosos ante la sombra de la vergüenza, la cobardía, la falta de virilidad; o, en última instancia, obligados bajo amenaza de toda clase de represalias. Entonces, ¿algo ha cambiado? ¿O seguimos sin novedad en el frente?

No sé mucho sobre la gloria del soldado, pero sé lo más importante: no existe. Es una farsa creada por los que deciden la guerra, un mito construido para aprovechar las creencias y los temores de los que van a ir a combatir a nombre de un país, pero a beneficio de un grupúsculo de políticos y empresarios; los verdaderos enemigos. La mejor muestra de esta manipulación es ir a la guerra para defender una religión que pregona el amor al prójimo.

En condiciones de tiranía, el verdadero patriotismo es desobedecer. ¿Demasiado idealista? ¿Demasiado ingenuo? ¿Incluso tonto? Sí, admito que soy todo eso, pero sueño con que los tontos como yo seamos cada vez más en el mundo. Sueño con que los cobardes, traidores y poco hombres que se nieguen a ir a la guerra sean cada vez más, porque estos son los verdaderos patriotas.

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