En su informe “Estudios Económicos de la OCDE: Costa Rica 2023”, esta organización destaca el impacto negativo que tiene sobre la competitividad del país, el potencial de crecimiento económico y el bienestar en general, de las brechas en infraestructura que enfrentamos. La OCDE no solo se refiere a la limitada capacidad y calidad de nuestras carreteras (con el índice más bajo de calidad entre los países miembros), sino también a la infraestructura educativa (producto de una gobernanza deficiente en esta área), y de conectividad (resultado de la excesiva regulación). Por supuesto, que existen otras áreas donde también el país está enfrentando déficits importantes, lo nos plantea la interrogante ¿y ahora qué?

Como país lo hemos intentado todo. Tratamos de incursionar en las alianzas público-privadas (APP), sin embargo, no nos gustó que un privado ponga su dinero, experticia y capacidad gerencial para lucrar, y se terminó satanizando la figura, al punto que última licitación que se tramitó bajo este esquema fue en el año 2010. Es decir, que hemos perdido el poco músculo que en los primeros 10 años del presente siglo se logró desarrollar al introducir el Aeropuerto Juan Santamaría en la gestión interesada; la concesión variopinta de Puerto Caldera; la concesión de la Ruta 27, de la Terminal de Pasajeros del Aeropuerto Internacional Daniel Oduber, y la Terminal de Contenedores de Moín. Esta realidad ha sumido al Consejo Nacional de Concesiones en un oscurantismo, que por más que lo quieran sus colaboradores, sin ejercicio solo hay atrofia y desmotivación.

Como parte de ese proceso de satanización, un grupo de ciudadanos deseosos de desarrollar el acceso a la parte occidental del Valle Central, presionó por la cancelación de la concesión de la carretera San José – San Ramón, tarea en la que fueron exitosos, no así en sus resultados, porque aún hoy día, 10 años después, siguen sin contar con la ansiada carretera, excepto unas cuantas obras impostergables.

Lo anterior desató la fiebre de los fideicomisos para levantar infraestructura vial. Así se emitió la Ley 9292, donde el objetivo era crear un fideicomiso para la construcción de la obra pública con servicio público denominada “Corredor vial San José-San Ramón y sus radiales”, la cual incluye la autopista General Cañas y la autopista Bernardo Soto (2015), iniciativa de la que ya conocemos su desenlace; y la Ley 9397 “Ley de Desarrollo de Obra Pública Corredor Vial San José-Cartago mediante Fideicomiso” (2016), sin ningún resultado.

Igualmente, en materia de infraestructura educativa mediante la Ley 9124 (2013) se autorizó al Poder Ejecutivo otorgar la garantía del Estado al “Fideicomiso para obtener el financiamiento del Proyecto Construcción y Equipamiento de Infraestructura Educativa del MEP a Nivel Nacional, por $167.524.233,50”. El fideicomiso ejecutó los recursos, pero no la cantidad de obras que, bien o mal, se estimó se podían construir, y hoy sigue sin resolverse buena parte de la necesidad que en infraestructura educativa tiene el país, posiblemente en las zonas más deprimidas.

En el año 2020 se emitió la Ley 9899 que “Aprueba Convenio de Cooperación para el financiamiento de proyectos de inversión del Programa de infraestructura vial y movilidad urbana y del contrato de préstamo N°4864/OC-CR que financia Programa de Infraestructura vial de Asociaciones Público Privadas”. Una de las finalidades de este crédito es finalizar la “eterna” carretera a San Carlos, destinando hasta $6 millones para la realización de estudios, anteproyectos y diseños, conforme se requieran para la terminación de la nueva vía a San Carlos que incluyen, entre otros, los análisis de riesgo de desastre y efectos de cambio climático para integrar en los parámetros de diseño y proveer resiliencia.

Asimismo, dicha ley establece que en caso de que para la construcción de la nueva vía a San Carlos se aplique un esquema de asociación público-privada que puede incluir, entre otros, la construcción, el mantenimiento y la operación de la vía, se podrá contar con los doscientos millones de dólares estadounidenses ($200.000.000,00) como aporte del Gobierno para el desarrollo de la vía. Es decir, que se estableció un mecanismo donde se podía acudir a la APP para terminar la obra, bajo un adecuado reparto de riesgos, con un aporte estatal para bajar los peajes y dejar en manos de un privado su terminación, operación y mantenimiento. Hoy día sigue tenerse claridad sobre la ruta a seguir para su conclusión.

Ahora, incursionamos en mecanismo similar en algunos aspectos al ya utilizado por instancias como las universidades, la CCSS o el Poder Judicial, al amparo de fideicomisos, pero ahora con un organismo multilateral, quien se encargará de construir la obra requerida y, posiblemente, se rente por el Estado y varias de sus instituciones con una especie de opción de compra, al final de un determinado período. Es muy semejante a una alianza público multilateral, donde el inversor financia su aporte con un Pago Por Disponibilidad, que es la forma que asume dicha renta con opción de compra o algo similar. Acudimos a este otro mecanismo dada nuestra incapacidad probada de desarrollar obra, por lo que no solo vamos a agencias de organismos internacionales y sino que ahora buscamos un banco multilateral para que sea este quien nos construya las obras que requerimos.

Indudablemente, la creatividad no nos ha faltado para diseñar figuras jurídicas que respalden un mecanismo determinado para desarrollar infraestructura. Sin embargo, no es con leyes como vamos a resolver esa brecha de la que nos habla la OCDE, sino con acciones, con la posibilidad de tener instancias institucionales que se arrollen las mangas y se pongan a hacer. No se vale echarle la culpa a la maraña institucional de control, fiscalización, regulación y demás; no se vale echarle la culpa a un marco jurídico pensado para controlar y no para hacer; no se vale echarles la culpa a los funcionarios encargados de gestionar estos procesos, si no se les capacita y ejercita en esto de hacer obra pública; no se puede dar más tiempo, tenemos herramientas, tenemos instituciones, tenemos recursos, por Dios hagamos.

Posiblemente, si hacemos un análisis costo beneficio de la postergación constante de la infraestructura impostergable que requiere este país, ese costo supere con creces el beneficio que hubiéramos derivado de haber seguido por la senda de perfeccionar las APP. Procrastinar tiene un costo.

Para cerrar, el citado informe de la OCDE es claro en que “La situación fiscal continuará limitando la inversión pública durante algún tiempo y las Asociaciones Público-Privadas bien diseñadas podrían ayudar a reducir las brechas de infraestructura”.

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