El Neolítico parece lejano. Diez mil años atrás, poco más, poco menos. Pero entonces pasaron muchas cosas. Dos para empezar: el ser humano utilizó a la plantas como paneles y de pronto aprovechó como nunca la energía del sol. También observó que el ganado era un convertidor energético: le dabas un poco de pasto y obtenías muchos gramos de proteína. Nada menos.

Pero el costo fue alto. Tener ganado y quemar los bosques aumentó la concentración de dióxido de carbono y metano en la atmósfera. Hubo más alimentos, claro. Pero al inicio no fue tan buen negocio. El consumo de cereales y de leche afectó la salud de las primeras agricultoras y agricultores. Mejores dietas tuvieron sus ancestros durante la caza y la recolección.

Y como siempre, hubo privilegios. Pocos controlaron los excedentes de cereales. Esos mismos pocos inventaron el linaje para preservar su riqueza a través de los hijos hombres y esclavizar a los más vulnerables. Y de nuevo esos mismos pocos inventaron una trama social y laboral en la cual la mujer fue reducida al hogar, excluida de cualquier espacio de poder público.

Nos dicen que vivimos en la segunda gran revolución de la historia humana, la Revolución Industrial. Hemos tratado de convertir a la agricultura en una receta: un poco de fertilizante, un poco de plaguicida, un poco de semillas y, listo, tenemos la cosecha.

Como en el Neolítico, entendemos a las plantas como máquinas energéticas. Las modernas son más pequeñas y compactas que sus antecesoras, las variedades criollas, y producen mucho a cambio de la aplicación de fertilizantes e insumos de origen industrial. De petróleo, en otras palabras.

Miremos nuestra huella en el planeta. Los arrozales y la ganadería son grandes fuentes de emisión de gases de efecto invernadero. El monocultivo desbarata lo inverso: la diversidad del bosque. Y los químicos en la agricultura marcan nuestros paisajes y nuestros cuerpos.

Hay excedentes de alimentos. Muchos, aunque desperdiciados. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), en 2019 unas 931 millones de toneladas de alimentos fueron desperdiciadas en el mundo. Pero el hambre sigue latente. De acuerdo con la ONU, existen unos 828 millones de personas que padecen hambre y 2300 millones viven en una situación moderada o grave de inseguridad alimentaria.

Y como siempre, hay privilegios. Cuatro compañías, que son casi literalmente cuatro familias, dominan más del 70 por ciento del comercio mundial de cereales: Archer Daniels Midland, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus. Nacidas un siglo atrás, son grandes fósiles empresariales en un mercado supuestamente competitivo. Asemejan viejos cazadores-recolectores, gigantes y egoístas.

Nos dicen que vivimos en el Antropoceno. Una nueva era en la que el ser humano es capaz de registrar en la geología su impacto sobre el planeta. No toda la ciencia está de acuerdo con esto aún. Quizás es excesivo el término. Quizás no. Las grandes crisis y revoluciones siempre han requerido de hipérboles y de metáforas desmedidas.

Pero alimentarse no admite muchas figuras literarias. Constituye el acto biofísico fundamental de la vida y un derecho humano incuestionable. Pero no cumplimos ni con uno ni con el otro a pesar de la abundancia que nos rodea. Parece que vamos por la vida como el más privilegiado de los reyes del Neolítico, imperturbable ante el hambre de su pueblo debido a la sequía, la guerra o la injusticia. O todas juntas.

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