«Educar sin saber cómo funciona el cerebro es como querer diseñar un guante sin haber visto nunca una mano», nos advierte atinadamente Leslie Hart. De ahí que, unos objetivos, un programa, un planeamiento, unas pruebas, unas prácticas, unas actividades solo sirven si le sirven a un estudiante.

Me adelanto a despejar la falsa idea que podría generar esa premisa, de que lo que le «sirve» a un estudiante sea sinónimo de lo que lo «complace». Aprender implica transitar una vía lenta, de pequeños grandes esfuerzos. La gratificación no es inmediata: requiere atención focalizada o selectiva, esfuerzo para retener varios pedazos de información a la vez, acceder a la memoria de largo plazo para recuperar información, traerla a la memoria de trabajo y ahí conectar lo nuevo con lo conocido para resolver los distintos desafíos. Si a esto se le suma que no se apliquen los principios correctos a través de los métodos y las técnicas adecuadas, el proceso de aprendizaje fácilmente se convierte en un camino que deja a no pocos estudiantes con la sensación de «no ser bueno para aprender». Nuestra misión es conseguir todo lo contrario: para que los estudiantes no desfallezcan en el intento, requieren de pequeñas dosis de sensación de logro.

«El Consejo Superior de Educación (CSE) tomó la decisión de que los estudiantes de primer ciclo vuelvan a leer y escribir desde primer grado» (sic). ¡Pero cuándo se dijo que esto no debía ser así! El programa vigente de la asignatura de Español (2014) es el resultado de un conjunto de transformaciones curriculares que, a su vez, respondieron a significativos hallazgos que reflejaban un panorama retador para el país en materia de comprensión lectora: resultados de pruebas diagnósticas de II ciclo, aplicadas por la Dirección de Gestión y Evaluación de la Calidad; Informe del Estado de la Educación, pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, 2009) y otros. No alude a que el niño deje de aprender a leer y escribir en primer grado, sino a que lo haga a su ritmo.

Entendamos algo: el centro del currículo de la escuela del siglo XXI ya no es la adquisición de habilidades lectoras y escritoras para que el niño sea capaz de leer y memorizar un manual, como si lo puede haber sido durante la Revolución Industrial. Ahora los aportes de neurociencias nos confirman que «la letra con sangre no entra», que el miedo riñe con el aprendizaje. Venimos neurobiológicamente cableados para el habla, pero no para la escritura, así lo recalca Dehaene (2015), experto en el estudio de las bases cerebrales y uno de los principales referentes de nuestros programas de Español para I y II ciclos; por tanto, la calidad del proceso lectoescritor, que impacta toda la experiencia académica de una persona, debe ser prolijamente mejorado, no lo contrario.

Comprendiendo adecuadamente los cuatro pilares de la educación (Delors, 1994): 1) aprender a ser; 2) aprender a aprender; 3) aprender a hacer; 4) aprender a convivir, el niño que aprende a leer y escribir no adquiere una herramienta para que realice con ella determinados propósitos propuestos por el adulto, la adquiere para construirse a sí mismo: la escuela es un puente para cruzar la vida. Ese estudiante que viene a la escuela con su acervo personal, familiar y social deberá realizar una serie de malabares para familiarizarse con los «trajes» o «disfraces» (letras o grafemas) de los sonidos (fonemas) y a la inversa. La holgura que le proporciona saber que no está presionado por el cumplimiento de un programa juega en favor de sentirse «persona» en ese arduo proceso. No confundamos: no se trata de relajarse y decirle al niño o a la familia de este que no aprenderá en primer grado, sino de crear el ambiente propicio para que este avance seguro; para que, a su ritmo y sin amenazas, llegue a buen puerto. El niño no puede correr para alcanzar las programaciones del facilitador cuando lo que necesita es detenerse en uno o varios de esos «disfraces». Las repercusiones de avanzar sin que las domine son muy serias.

No se piense que esto únicamente alude a la enseñanza de la lectoescritura, es aplicable también a la de las matemáticas, otra asignatura que en la escuela demanda razonamiento deductivo, dado que es una disciplina abstracta; pero el niño, durante gran parte de su proceso escolar, aplica más un razonamiento intuitivo, perceptivo, sensorial. En edades de pensamiento concreto, cuando ve una letra o un número, lo que percibe es un dibujo. En uno y otro caso, se enfrenta a la tarea de identificar símbolos, valores, direccionalidad, orden adecuado, semejanzas y diferencias de los rasgos de los trazos, etc. Por eso, es fundamental implementar un abordaje multisensorial: habilitar todas las vías posibles de acceso posible a la información: esto toma tiempo y esfuerzos, del niño y de su docente.

Debido al carácter abstracto de los fonemas, el programa propone, entre otros, el desarrollo de la conciencia fonológica. Esto es, que, en la oralidad, el niño juegue a unir sonidos, sílabas, palabras, a cambiarlos de lugar, a suprimirlos, a rotarlos, a agregarlos, a segmentarlos, a combinarlos, etc. Son habilidades metalingüísticas (semejantes al cálculo mental) y, para algunos, dependiendo de una multiplicidad de factores, pueden ser muy complejas a esa edad. No obstante, gracias al despliegue de la conciencia fonológica (que no se contemplaba antes), estamos formando lectores autónomos, que manipulen con disfrute y deliberadamente el código de la lengua materna para crear. En primer ciclo, el docente tiene la tarea de emplear la metodología que le permita al estudiante adquirir conceptos abstractos en edades de pensamiento concreto; en todos los ciclos, de apoyar al estudiante a descubrir cómo aprende. La conciencia fonológica le antecede y predice el éxito del proceso lectoescritor.

Ahora bien, cuando este proceso no se realiza adecuadamente o se omite por completo, ocurre el llamado rezago lectoescritor, que a la postre podría convertirse en un trastorno de lectoescritura. Entonces, analicemos la paradoja: todo aquello que le permitiría al niño manipular deliberadamente el código de la lengua, apropiarse de este con disfrute y asombro para convertirse en un lector autónomo, ahora se tornaría en una "falla". El niño cometerá, de modo inadecuado, agregaciones, sustituciones, rotaciones, inversiones, omisiones, etc. Luego, será remitido a un especialista, porque «no aprende a leer y escribir», pero cuando ese especialista lo recibe, también recibe a un niño con su autoestima, su autoeficacia y su autoconcepto mermados. En cambio, si se facilita adecuadamente la primera etapa del programa, en segundo año, el estudiante puede enfocarse en comprender lo que decodifica y codifica y, sobre todo, en disfrutarlo.

Cuando un niño aprende a leer y escribir en gran grupo (y todavía no hay otra opción ni es recomendable la segregación), no siempre logra sincronizar el proceso de adquisición de la lectura y la escritura. Pero esta diferencia en el avance no debería colocarlo en desventaja frente a sus compañeros; tampoco tendría que convertirse para él en un mensaje acerca de que algo no anda bien con él.

Menos es más; o sea, que no es adecuado sobresaturar la memoria de trabajo (ese espacio mental donde manipulamos la información que recibimos o que conocemos para responder a los retos), no solo porque los estudiantes también pueden sufrir un «apagón» (bloqueos, cansancio extremo, aversión hacia la tarea), sino porque se aprende mejor si espaciamos en el tiempo los aprendizajes que mediamos.

Para cada niño que ingresa al sistema, juegan un papel trascendental no solamente la calidad de las acciones de sus facilitadores o las de sus familias, sino también, y muy particularmente, la de quienes toman las decisiones trascendentales. A veces, los efectos de estas decisiones inciden en que la ilusión con que muchos vienen inyectados a su primer año de escuela termine desdibujándose en los pasillos. El proceso lectoescritor se convierte, para algunos de nuestros estudiantes, en uno aversivo, que fomenta y refuerza el miedo a aprender, a equivocarse, a pedir ayuda; peor aún, en una actitud evasiva hacia todo el proceso de aprendizaje (fobia escolar).

«Quien lee no está haciendo algo, se está haciendo alguien», asegura Pedro Lain Entralgo en Dehaene (2015). ¿Para qué educamos? Educamos para la vida, refiere el programa de Español (MEP, 2014). Sí, mientras aprende a leer y escribir, el niño aprende a ser visto por sus compañeros y docentes, a ser reconocido y validado, a reconocer al otro, a equivocarse, a aceptar el error para aprender de este; muy importante, a solicitar ayuda sin sentir menoscabada la autoestima por el hecho de hacerlo.

Con cada uno de los que no lo logra y, en su lugar, experimenta el fracaso escolar y pasa a filas de la exclusión o de la deserción…, perdemos todos. Se cumple la doble arbitrariedad anunciada por Freire, de pedirle al estudiante lo que no le hemos dado y de «cobrarle» por lo que no logra hacer.

En síntesis, a la luz de un sistema que procura ser cada vez más accesible, lo que hemos hecho bien solo debe mejorarse y robustecerse. Nunca lo contrario.

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